Herzog, el futuro de nuestras imágenes
- Simón Zorraquín
- 13 ene
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 14 mar
Werner Herzog advierte que el destino de la humanidad depende de las imágenes que crea y consume: si estas no iluminan ni inspiran, la civilización desaparecerá en un silencioso abandono de sí misma.
Vengan, síganme que les muestro lo que hizo Gesualdo después de asesinar a su esposa, nos dice el jardinero del castillo, un italiano bajo, de rasgos piamonteses. Lo seguimos por el jardín de un pasillo angosto: vean cuánto verde… y la cámara lentamente se gira para que la maleza tome la pantalla, hasta que el piamontés llega al final del pasillo, una terraza con rejas desde donde puede verse el pueblo italiano, y señala: también este valle era todo verde… estaba lleno de verde… y preso como estaba Gesualdo de una gran locura, después de asesinar a su esposa lo taló todo… ¿Él solo? Sí, él solo… ¿No quedó ni un árbol en el valle? Ni uno solo… ¿Y cuánto tiempo le llevó talar todo el valle? Y… le llevó… unos dos o tres meses… la cámara panea desde la sonrisa del piamontés y vemos el pueblo en el valle, imaginando a Gesualdo con un hach y gritándole al cielo, hasta que nos envuelve el canto profundo de los madrigales, y el mundo entero se transforma en música.
“Gesualdo: Muerte para cinco voces” (1995) es la primera colaboración del austríaco Peter Zeitlinger como camarógrafo de Werner Herzog. Sin conocerse, Herzog lo llamó unos días antes del rodaje. Le dijo: “Tenés que venir. Esto es muy grande”. Zeitlinger manejó desde Munich a Nápoles. “Cómo te encuentro?” le preguntó antes de salir. No había teléfono. “Estaré en la plaza mayor”, le dijo Herzog. Desde entonces Zeitlinger, quien fue un duro patinador sobre hielo, mueve la cámara con una intuición poderosa. Igual que sigue -como poseído y sin comprender el idioma- al piamontés para que sintamos la tragedia de Gesualdo, nos muestra, respirando con el lente, a Dieter Dengler parado junto a sus captores vietnamitas; o se acerca levitando a los cocodrilos albinos en el epílogo de “Cueva de los sueños olvidados”, que dan a la película una iluminadora perspectiva sobre nuestra civilización; o camina sobre los pasajeros que sueñan, metidos en sus bolsas de dormir, en la cabina del avión militar que los lleva a la Antártida.
Cuenta Herzog que en el mercado de Palermo, un chancho se cayó por un agujero en los desagües. El chancho quedó atrapado entre los fierros de la canalización, totalmente incapaz de moverse, y los mercaderes y los compradores empezaron a tirarle basura para alimentarlo. Dicen que el chancho sobrevivió así durante muchos años, pero el agujero del desagüe era cuadrado y no redondo; el chancho fue tomando cada vez más la forma de su estrecha cárcel y, cuando finalmente lo sacaron, estaba blanco como la nieve, tenía la piel lisa y transparente, y había tomado la forma de un cubo. Igual que un gummy gigante de los famosos Haribo: el más horrible y siniestro cubo de gelatina.
Después nos pide que imaginemos a los cosmonautas en su largo viaje hacia la constelación de Alpha Centauri, donde la Ciencia (y tal vez Elon Musk) dice que podría haber vida. Les deseamos muy buena suerte. Tendrían que viajar durante más de diez mil años para cubrir los cuatro y medio años luz, por lo que tendrían que reproducirse a bordo; después de los primeros siglos, como resultado del incesto, empezarían a volverse discapacitados y deformes, hasta que, unos mil años más, incluso olvidarían de dónde vienen y hacia dónde van. Con el tiempo los tripulantes empezarían a tomar la forma de los asientos del centro de control o de las camas de la zona de descanso. Sin la luz del Sol también su piel se volvería transparente, el sedentarismo los haría engordar hasta parecer unas langostas blancas, y peludas. El chancho de Palermo, comparado con nuestros viajeros, todavía estaría bastante bien formado.
¿Qué significan estas historias? No lo sé, pero sí que revelan algo profundo. En la salvaje vida de Gesualdo, el compositor comete un crimen pasional y deja la música más potente, moderna e impensada para la época. El chancho y los viajeros son fragmentos de El futuro de la verdad, el último libro de Herzog (Die Zukunft der Wahrheit, Hanser Verlag, 2024) aun no traducido del alemán, una potente reflexión sobre nuestro tiempo y a la vez un grito de guerra; nunca un debate filosófico y conceptual, pero siempre relatos, historias, como si el autor nos reuniera alrededor del fuego y nos mirara directo a los ojos. ¿No será que estamos en una de esas naves, igual que los deformes viajeros hipotéticos del Alpha Centauri, sin saber ya de dónde venimos y hacia dónde vamos? ¿O que nos hemos convertido nosotros mismos en chanchos horribles -no por el encierro de un desagüe, sino por otros encierros menos visibles-, y hemos perdido por completo nuestra dignidad?
“A veces miro trash TV porque creo que el Poeta no debe mirar para otro lado”, asegura Herzog. En este libro el Poeta, en vez de mirar para otro lado, mira al centro de las cosas y se hace las preguntas más importantes: es todo menos excéntrico; al igual que Kaspar Hauser, que Finni Straunsbinger, es puro centro, porque todos giramos alrededor de la dignidad y pureza de estos personajes.
Son los frailes que entrevistan a Kaspar los que están locos, o los idiotas que ríen en la sala cuando Herzog afirma que es un Poeta, los mismos que creen que hay una respuesta “interior” y que hay que escuchar “la canción de la vida”. Obsesionado con ir hacia afuera, con salirse de su existencia como Walter Steiner pasando sus días entre el miedo a la muerte y el éxtasis absoluto, como quiso hacer Quirinus Kuhlmann caminando hasta Constantinopla o Li Bai buscando fundirse con el reflejo de la luna en el río, Herzog quiere caminar, caminar y caminar hasta desaparecer en la vida. Para él, un agricultor que planta papas nunca es ridículo, un cocinero que prepara platos nunca es ridículo, nos dice que ha visto incluso fotógrafos y cellistas de noventa años con dignidad, pero nunca un cineasta. Por eso trata de salirse del cine cuando puede: dirige óperas, escribe libros, cría hijos, cocina, camina largas distancias, mueve barcos por arriba de montañas.
Pero nosotros tampoco debemos mirar para otro lado. No somos cosmonautas que colonizan un planeta, lo destruyen y lo abandonan por otro. Sólo tenemos éste, que cultivamos con las imágenes que consumimos, como espejo de la verdad. Tenemos la responsabilidad de encontrar las imágenes y las historias adecuadas, las que nos devuelvan nuestra capacidad de soñar. Que nos prendan fuego la pata de palo. Basta ver las carteleras, nuestros teléfonos, las pantallas de los niños. Si estos restos de basura son nuestros sueños colectivos, si estas imágenes son los paisajes interiores que le damos a las nuevas generaciones, ¿qué podemos esperar de nuestro futuro? ¿Qué podemos esperar de nuestros sueños? Nuestros bisnietos, dice Herzog, nos culparán por no haberle tirado granadas a las estaciones de televisión. Lo dijo cuando no existían los teléfonos.
Como si fuera el centinela de un puesto de frontera abandonado hace tiempo, Herzog sostiene que si el cambio climático es un problema urgente, igual de urgente es el problema de las imágenes que creamos y consumimos. Si no somos capaces de crear imágenes frescas, que puedan iluminar, inspirar nuestras vidas y sacarnos de nuestra soledad, nos extinguiremos como civilización. Y el fin no vendrá ex machina con grandes esplendores de fuego como imaginó el falso Pascal de “Lecciones de Oscuridad”, sino desde adentro, tomando silenciosamente la forma de nuestros asientos de control, con la piel suave y transparente: alimento para seres más inteligentes y más hambrientos.
El epígrafe que abre el último libro es una leyenda persa (aunque podría ser, como el epígrafe que abre “Lecciones de Oscuridad”, necesariamente apócrifa, otro invento del Poeta):
Dios tenía un gran espejo, y cada vez que se veía en el espejo, Dios veía la Verdad. Un día Dios dejó caer el espejo, y el espejo se rompió en mil pedazos. La gente se abalanzó sobre los restos hasta que cada uno logró hacerse de un pedazo del espejo. Entonces cada uno se vio en su pedazo del espejo, y viéndose a sí mismos, todos creyeron que veían la Verdad.
¹ En el cuento de Achim von Arnim, “El inválido loco del fuerte Ratonneau”, un viejo coronel cuenta una historia frente a la chimenea y, llevado salvajemente por la historia, se olvida que la pata de palo se prendió fuego. Herzog tomó este cuento para su primera película, “Signos de Vida” (1968).



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