Prefiero la soledad y sus misterios
- Ignacio Barragan
 - 25 jul
 - 6 Min. de lectura
 
Ana Montes traza en La flamenca un espejo entre la vida de Emilia Gutiérrez y una protagonista obsesionada con el color rojo
Maresca decía:
“me voy a mirar el cuadrito”
y se tomaba su dosis de morfina.
María Gainza
En el principio hay una explosión en el cielo. Unos fuegos artificiales que, como un ramo de flores, se expanden en el espacio. Son colores que se derraman sobre las nubes, una luz que implosiona llenando el vacío que deja la oscuridad. En cada uno de sus destellos hay tonalidades únicas, pequeños fragmentos de chispas que contienen su propia existencia. Estos chispazos de fuegos artificiales, que son los que aparecen en el comienzo de La flamenca (Seix Barral) de Ana Montes, se parecen mucho a la estructura y construcción del libro. Una novela que explota en cientos de pedacitos con luz propia y conforman una constelación de textos que arman su propio universo.
Esta es una obra en torno a la obsesión. Aquella que se puede tener por una artista y un color. La novela de Ana Montes relata la historia de una mujer que se recluye en su caserón ubicado hacia los márgenes de la provincia de Buenos Aires. Se encuentra acompañada fundamentalmente de un pájaro y una pintura. El cuadro en cuestión es El pocillo de café de Emilia Gutiérrez, artista argentina de culto que pasó un tanto desapercibida entre los círculos culturales de los sesenta pero que hoy goza de su justo reconocimiento. La protagonista del libro se encuentra obsesionada con esta pintora enigmática pero su verdadera fijación está en el color rojo que utiliza. No cualquier rojo sino el que se encuentra en el colgante que lleva la chica del cuadro. De esta confluencia entre protagonista, artista y color es que se desplegarán una serie de situaciones que giran en torno a lo contemplativo, al detalle.
Mujer y El Trapero de Emilia Gutiérrez
La flamenca es Emilia Gutiérrez. Un apodo que se ganó en sus primeros talleres de pintura de los primeros años de la década del cincuenta debido a su devoción por artistas flamencos como El Bosco o Van Dyeck. Su pasión no versaba tanto en torno a los temas o motivos de aquellas obras de arte sino al uso del color. Estos cuadros del siglo XVI brillaban con intensidad aún cinco siglos después. Si no fuese por los avances científicos en materia de investigación de pigmentos –donde se pueden encontrar explicaciones racionales sobre la particularidad de estos colores flamencos– uno podría decir que poseen cierta magia, algún elemento esotérico. Una cualidad única que no se encuentra en el renacimiento anterior ni en el barroco posterior. Emilia adoraba este tipo de combinaciones cromáticas y eso se veía reflejado en sus pinturas. Hay por lo menos tres colores recurrentes en sus obras: el negro, el amarillo mostaza y el rojo.
La vida de Emilia Gutiérrez parece salida de una novela de Aurora Venturini, una obra en donde hay un juego tenebroso de dobles y espejos, de situaciones que se repiten e invierten. Un cambalache de situaciones trágicas y absurdas que se entremezclan con imágenes retorcidas generando claroscuros donde lo que predomina es la tiniebla, lo que no se puede ver bien. Hay que prestar especial atención a los nombres propios también.
Nacida en el barrio de Flores en 1928, su madre sufre una depresión posparto y a raíz de eso desarrolla una psicosis por la cual es internada en un neuropsiquiátrico. La infancia de Emilia no se puede pensar sin las visitas a su madre internada. Ella y sus otras dos hermanas Lidia e Ilda quedan a cargo de la abuela materna llamada Esperanza. ¿Cómo se llama el padre de esta familia de doppelgangers? Por supuesto, Emilio. Más adelante en la carrera artística de ella aparecerán dos hombres fundamentales para el crecimiento de su carrera: Demetrio Urruchua, profesor, y Máximo Simpson, poeta.
El pocillo de café y Recuerdos de Tucumán de Emilia Gutiérrez
Los cuadros de Emilia son situaciones simples que sin embargo contienen algún elemento perturbador: una mirada con ojeras, un detalle arriba de la mesa, la tristeza implícita de la soledad. Algunos títulos de sus obras son: Noche de navidad, La buceadora, El té de la señorita, Mercader, La señora, Desayuno, Sobremesa, Cita con el Angel, El trasnochador, Espera, Mujer, En el balcón, El mago, El espía, Ensueño, Niños con juguetes, En el taller, Mujer con sombrero rojo, El gordo, Pareja, Señora con gato, Después del juego. Son pinturas austeras de trazo naif, casi infantil. En ellos podemos ver personajes solitarios y algo derrumbados, ensimismados sobre una mesa o en sus pensamientos. La situación parece ser siempre la de la espera: aquel momento chicloso que se expande hacia el infinito y convierte un minuto en la eternidad. Parece no haber salvación en los cuadros de Emilia, solo el purgatorio.
Los paralelismos entre la vida de la artista y la novela de Ana Montes aparecen en el momento de la reclusión, del encierro voluntario. La protagonista de La flamenca no soporta el mundo y casi no necesita de él, un poco como la chica de My year of rest and relaxation de Ottessa Moshfegh, que decide dejar de enfrentar lo cotidiano sumiéndose en un sueño largo producto de las pastillas. Salvo algún que otro intercambio con el verdulero o con Pedro, un hombre que resuelve en todo sentido (desde el cuerito de la canilla hasta el orgasmo), a esta mujer no hay nada allá afuera que le interese a excepción de aquel color y emprende una búsqueda implacable por encontrar el mismo rojo del cuadro de Emilia. Hay algunas tonalidades del fuego o de la sangre que se le parecen y sin embargo ninguna se acerca al original. La sensibilidad casi dolorosa de la protagonista le impide disfrutar del afuera, realiza un esfuerzo enorme para levantarse de la cama y salir en búsqueda de un color, de ese color.
La vida de Emilia Gutiérrez sufre un punto de inflexión alrededor de 1975. Por recomendación de un psiquiatra deja de pintar debido a que los colores que utilizaba en sus pinturas le provocaban una serie de alucinaciones visuales terribles. Se pasa al dibujo, formato que seguirá explotando hasta sus últimos días. Algo que llama poderosamente la atención de su biografía es que abandona el caballete un año antes del comienzo de la última dictadura argentina, momentos de violencia social y crisis política; al igual que varios artistas de entonces, como los que se agruparon en torno al Di Tella. Parecía que el arte no era la respuesta a tanto horror. La pregunta radicaba en cómo crear belleza en una ciudad minada por el terrorismo de Estado. O como sentenció Adorno: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”.

Es decir, hay un doble encierro. Un juego de espejos entre la protagonista de La flamenca y la vida de Emilia Gutiérrez. La obsesión se convierte en imitación de una manera inconsciente. A lo largo del libro se empiezan a confundir las vivencias de una mujer contemporánea con aquella artista olvidada entre los cánones del arte argentino. Lo que empieza con una fijación resulta en una pasión autodestructiva, que termina devorando todos los demás aspectos de la vida. Como gran parte de los personajes de las películas de Darren Aronofsky: lo que aman termina matándolos.
Hay novelas que no dicen nada y hay otras que cuentan demasiado. Lo último de Ana Montes se encuentra en el punto medio entre estas dos latitudes, en el lugar exacto entre sugerir y esconder. Esta obra, como dice Alan Pauls en el prólogo, está “escrita a media voz, para no despertar a tantos libros que gritan” y es en ese punto donde reside la belleza de esta ficción. Una narrativa que funciona como la medicina homeopática, donde la sanación se realiza a cuenta gotas, pequeñas perlas encadenadas que siguen un orden. La Flamenca es un entramado de dos vidas que resultan en algo más que una biografía en espejo, es la historia de una obsesión y sus consecuencias. La narración de cómo el inconsciente nos revela a través del color otros aspectos subyugados de la vida.









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