Últimos atardeceres de Colombia
- Joaquín Sánchez Mariño
 - 25 jun
 - 10 Min. de lectura
 
Actualizado: 10 jul
Una crónica desde el corazón cocalero de Colombia, donde la guerra entre guerrillas, el narcotráfico y el abandono estatal expulsó a miles como Reina, una exlíder social que sobrevivió a la selva, la coca y la violencia de género

He sido formalmente invitado a escribir un artículo en Ventoux. La editora me engaño, azuzó mis sueños de escritor y me ofreció un espacio de ficción, la chance de alejarme por un rato de la realidad, a lo que me dedico. Pero pronto estalló ya no recuerdo qué enfrentamiento –sucedió hace ya varias semanas– y entonces su encargo mutó: ahora quería una crónica de conflicto.
Pensé primero en el territorio en el que estaba trabajando entonces: Colombia. Aún no intentaban asesinar a Miguel Uribe Turbay, precandidato a presidente para las elecciones del 2026. Aún no había habido una ola de atentados en Calí, con coches bomba y la advertencia feroz de que había vuelto la violencia completa. No, nada de eso había sucedido. Yo estaba en cambio haciendo un reporte sobre el plan de Gustavo Petro, el presidente, para terminar con el negocio del narcotráfico. Su estrategia se podría resumir en la consigna “legalizar la cocaína”. De este modo, asegura, la droga recorrería el camino del alcohol: de prohibido y perseguido a regulado y legal; y entre medio se desarmaron las mafias que lo contrabandeaban. Según esta tesis de Petro, los narcos en Colombia rápidamente pasarían a formar parte de la sociedad toda, pagando impuestos, reduciendo la violencia y la extorsion del negocio y produciendo en condiciones de salubridad. Todo cierra, visto así. Pero Colombia es un país complejo, y Petro es el mismo presidente que asumió diciendo lograría la Paz Total en el país porque él sabe conversar con las guerrillas habida cuenta de que perteneció a una. Las guerrillas y los narcos son dos problemas diferentes pero hermanos, y la paz total salió al revés: a comienzos de 2025 estalló el primero de los enfrentamientos de la guerra del Catatumbo. Yo estaba de vacaciones en mi ciudad, Buenos Aires, así que hice lo que haría cualquiera: me compré un pasaje y fui para allá.

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Cúcuta, Colombia. Enero 2025. Reina está sentada con las manos enlazadas sobre sus rodillas. Está sentada en la fila de pasajeros de una pick up, mirando al suelo. La puerta de la camioneta está abierta, alguien le acerca una botella de agua y un plato de comida. Me acerco y la saludo, con mi mano extendida. Reina la mira unos segundos antes de reaccionar, tiene un pequeño temblequeo en las mejillas. Finalmente desprende una de sus manos de las rodillas y me responde el saludo. Le digo mi nombre, me dice el suyo –que no es Reina–. Acaba de salir del Catatumbo profundo, después de tres días de caminata. Viene desde la zona de Tibú, donde un día antes hubo tiroteos e incluso cayeron algunas bombas en los alrededores. Reina es una vereda ahí cerca. En el Catatumbo le dicen veredas a los caseríos, pequeñas aldeas perdidas en la selva. Hacía varíos días estaba intentando escapar, pero no encontraba la ocasión. Lo primero que hizo fue sacar a sus hijas con una familia amiga, ella se quedó en su casa pensando que pronto pasaría todo. No pasó. Un día le tocaron la puerta, un muchacho del Ejército de Liberación Nacional (ELN) que no pudo reconocer porque usan el rostro tapado. Tenés un día para irte, le dijeron. Reina cerró la puerta, armó una mochila con víveres y salió por la ventana. Bajó escondida entre los árboles en dirección al río para que no la vieran y una vez allí siguió el curso del agua. Doce horas después volvió a subir en dirección a la carretera y encontró un bus que la llevara hasta Cúcuta, donde la recibió un operativo de la intendencia, la pusieron en esa camioneta en la que está y desde la que, ahora, me da su número de celular. Justo en este punto del relato alguien interrumpe y dice que deben llevarla a su hospedaje, uno de los tantos hoteles de emergencia que se ocuparon con las más de 25 mil personas que evacuaron el Catatumbo por la guerra.
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Una crónica de conflicto, me dice la editora, “me sirve mucho más”. Protesto, digo que yo quería ser escritor, no periodista. La editora de Ventoux es una asesina interestelar con el alma congelada por Subzero. Bajo las armas y acepto el encargo, una crónica de conflicto. Sudán, le propongo, la guerra civil más oculta del momento, de la que acabo de volver. “Ya tengo África”, me dice, no sé quién en estas páginas me copo la parada. Gaza, digo, pero me reprimo a mi mismo: las crónicas para mí suponen territorio, haber estado en el mismo suelo que mis entrevistados. Pienso, entonces, y llego una vez más al corazón del mundo, como dice Petro. Colombia, le ofrezco, la guerra del Catatumbo de la que volví apenas hace unos meses. “Me encanta”, dice, y empiezo. Unos días después explotará la crisis entre Israel e Irán. Todo lo otro que se pueda contar parece chico. Qué mejor que eso, ¿no? Poner los ojos de Ventoux en una guerra chiquita recostada en el oriente del corazón enflaquecido del mundo.
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–¿Quién controla la seguridad en el Catatumbo? –pregunto
Reina me pide que no muestre su cara. Pone algunas condiciones más y empieza a hablar. Filmo sus pies, los pies de una campesina en sandalias, podría ser cualquiera. Dice que está bien, que esas sandalias de todas formas no son las suyas. Está ya refugiada en un hotel, un militar custodia la puerta. Todo Cúcuta está custodiado por estos días por militares en puertas de hoteles. Reina dice: “Las guerrillas. La seguridad del Catatumbo la controlan las guerrillas”. Y sigue:
–Yo me fui por amenazas hacia mi persona y hacia personas a mi alrededor, hacia mis hijas. Mataron a unas personas muy cercanas a mí.
–¿Por qué?
–En estos pueblos de La Gabarra, Tibú, Orún, si uno se convierte en un líder social, te pones un blanco en la frente.
–¿Por qué?
–A ti te llegan y te dicen: hay una reunión en tal sitio, a tal hora, usted debe ir a esa reunión y usted tiene que escuchar y acatar lo que allá le dicen.
–¿Qué te dicen quiénes?
–Sean elenos, farianos. O sea, el ELN o la guerrilla a los líderes sociales los tiene controlados y los convoca a reuniones. Sí, convocan a reuniones. Uno tiene que ir. En esas reuniones se hablan de diversos temas. Uno de los temas que más tocan es la seguridad. Pero qué pasa con la seguridad en estos pueblos…. Ya en los últimos 4 o 5 años ya no había seguridad. Allá lo que había eran ollas y cuando le hablo de ollas, son dentro de los barrios, tienen sitios donde hacen… Eso.
–¿Coca?
–No, la coca es la mata. De la mata se produce lo que llaman la base o la mercancía. Y de esa mercancía se produce la coca. Eso es un proceso muy largo.
–¿Quién se dedica a hacer eso?
–Nosotros los campesinos.

*
Una zona maldita
La región del Catatumbo está ubicada en el departamento de Norte de Santander, Colombia, en plena frontera con Venezuela. Es –dicen– una zona maldita, una maldición muy a lo latinoamericano: un suelo riquísimo regado de sangre. En el Catatumbo hay carbón de a montones, hay petróleo, yuca, plátano, y la hoja aquella: la coca. Si bien el gobierno de Iván Duque –la presidencia que antecedió a Petro– impulsó un proyecto de suplantación de cultivos ilegales a través del cual daba incentivos a los campesinos para que dejaran el negocio de la coca y se dedicaran a otros permitidos, el plan no funcionó y hoy se estima que hay más de 40 mil hectáreas de coca en toda la región, la segunda en tamaño en todo Colombia. Los campesinos de la zona viven casi exclusivamente de la coca: hay raspachines (el primer paso, los que sacan la hoja de la planta), hay cambucheros (los que la cocinan), hay transportadores, hay mujeres que cocinan para alimentar a los que trabajan en las cocinas de coca… El ecosistema es infinito pero ahora, con la guerra desatada, nadie puede entrar a verlo. Antes sí, cuando las dos guerrillas que dominan la zona estaban en paz, uno podía entrar y conocer el mundo de la coca desde adentro. Pero entonces algo pasó entre el ELN y el Frente 33 de las FARC y comenzaron los combates.


“Bombardeo, tiroteo, de todo”, dice Reina ya escondida en su hotelito. El ELN es el Ejército de Liberación Nacional, un grupo guerrillero de izquierda que domina la zona hace décadas y en los últimos años creció en presencia en Venezuela, donde se repliega cada vez que el ejército colombiano quiere desarticularlo. Sus objetivos son políticos: una Colombia de izquierda. Sus medios son el conflicto armado: en el 2016 se firmaron los acuerdos de paz en Colombia para desarmar a las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), pero el ELN no atendió a ese llamado y se mantuvo en armas. Su financiación es opaca, pero se sabe que gran parte de sus ingresos vienen de una sociedad directa con el narcotráfico: ellos aseguran y protegen las rutas y los narcos les pagan. Entre medio, en la misma selva, está el Frente 33 y otras disidencias de las FARC. Son aquellas facciones que no quisieron dejar las armas en el 2016 y continuaron la lucha armada. Durante mucho tiempo se dividieron el territorio pacíficamente con el ELN, pero en el 2025 algo quebró ese equilibrio. Llegó entonces la matanza: empezaron a aparecer cuerpos en las veredas del Catatumbo, a sonar las explosiones. El ELN ganó el terreno muy rápidamente: supera en número, armamento y capacidades a las disidencias. Fue entonces cuando la población civil, mayormente campesinos que trabajan en los campos de coca, decidieron huir del terreno. Y Cúcuta de pronto se encontró desbordada.

*
–¿Trabajabas en la coca además de ser líder social?
–En cierto tiempo sí. Produje y raspé matas de coca. Después eso pasa a la cocina. Una vez que tenías la base, se la vendías a FARC o al ELN, ellos te compraban al precio que te decían. Y luego lo llevan a otro sitio, lo procesan a su manera para hacerlo perico, para hacerlo blanco, para hacerlo... para sacar las diferentes variedades.
–¿Y vos trabajando en esa industria podías vivir bien? ¿Cuánta plata ganabas más o menos cuando trabajabas? –Cuando yo trabajaba en eso, yo logré raspar 900 arrobas.
–¿Cuánto es eso?
–900 arrobas. Son 30.000 dólares cada 2 meses. Pero con eso usted le paga a todos los obreros, se paga el combustible, los materiales.
–¿Cuántos obreros más o menos?
–Yo metía 45, 50 obreros. O sea, 15.000 dólares por mes, pero tenía que pagar 45 sueldos.
–¿Podía vivir bien con eso? (15 mil entre 45 es aproximadamente 300 dólares por mes)
–Sí, yo vivía bien, aparte tenía una tiendita y eso. Pero luego cuando empezaron los enfrentamientos con el papá de mi hija, él se quedó con todo y yo decidí no más con él.
–¿Por qué eran los enfrentamientos?
–Él quería tener dos mujeres.
–¿Dos mujeres?
–Sí. Y no estaba bien, porque yo era la que había trabajado, la que había conseguido la casa que teníamos, el internet, la luz…
–¿Y él quiso poner a otra mujer más en la casa?
–Porque ese es el dilema o el sistema que hay acá: cuando una persona pertenece a esos grupos, puede hacer lo que quiere. Ellos tienen derecho a tener dos, tres mujeres, o la mujer que a él o a ellos les gusta.
–¿Y la mujer no tiene derecho a tener dos o tres hombres?
–No.
–¿Y estabas obligada a aceptarlo?
–Yo lo rechacé y me intentó matar, pero no lo logró. Me fracturó el cráneo, me sacó la rodilla.
–¿Las guerrillas que controlan la zona permiten eso? ¿No lo castigaron? ¿Hay juicios?
–No, allá ninguna guerrilla castiga a ningún hombre que le pegue a una mujer
–¿Y cuando lograste separarte dejaste de trabajar en la industria de la coca?
–Sí. Me convertí en una vendedora informal.
–¿De qué?
–De empanadas, de pasteles, de tinto, atendí cantinas, limpié cantinas. Luego empecé a retomar mi camino como líder social.
–¿A nivel económico, haciendo todos estos trabajos informales podías ganar algo similar a lo de antes?
–No, nunca jamás en la vida. Es imposible competirle a la coca. Un kilo de coca te va a producir a ti 2.750.000 pesos colombianos. Mientras que un kilo de plátano te está produciendo 1.500 pesos.
–¿Crees que vas a poder volver a tu casa y recuperar algo de lo que tenías?
–No, yo no voy a poder volver allá nunca más en la vida. Yo ya voy a perder todo, y no es solamente perder lo material, es perder las personas que estaban allá, las que conocía. El señor de la tiendita de la esquina del Buenos Días, el señor del almacén. No, no es solamente perder una cocina, una nevera, una cama. Se está perdiendo una vida.
*
Pienso si más no me valdría retroceder sobre mis pasos y escribir sobre Ecuador, el país más peligroso de América del Sur. Dicen que el sicariato en Guayaquil es el derrame del narco colombiano, que utiliza al Ecuador como ruta de salida hacia el Pacífico. Gustavo Petro insiste en que se requiere un acuerdo global para formalizar el mercado de la cocaína. Si eso sucediera, me dice el ex senador colombiano Juan Manuel Galán –hijo de Luis Carlos Galán, candidato a presidente de Colombia asesinado en 1989–, el precio de la coca bajaría abruptamente, y por eso hasta los narcos se opondrían a la legalización. Reina hoy está relocalizada en un lugar que no debo nombrar de su país. Dice que la solución es que en el corazón del mundo se pague más por el maíz o por la yuca que por la hoja de coca. Colombia es un rompecabezas en el que no importa cómo acomodes las piezas, siempre se dibuja a la bestia.
He sido formalmente intimado a entregar mi nota. La editora de este medio tiene sangre calabresa corriendo por sus venas, mejor honrar los compromisos. Gustavo Petro acaba de tuitear que “el 72% del territorio del Catatumbo ha sido recuperado para el Estado social de Derecho Colombiano”. Anuncia que se realizaron 37 capturas y capturaron 6 toneladas de cocaína, en coordinación con fuerzas venezolanas, que a su vez incautaron –dice– cerca de 40 toneladas de cocaína al otro lado de la frontera. Agrega una última línea desconcertante: “He solicitado diplomáticamente que la nación árabe de Qatar, y su gobierno, nos ayuden a liberar la frontera colombo/venezolana de mafias”. Después de todo, vuelvo los ojos a medio oriente. Así lo pide el último de los Buendía.




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