"Hay que aprender a hacerse el idiota y fingir demencia": los consejos de Alberto Cormillot después de toda una vida
- Agustina Surballe
- hace 3 días
- 3 Min. de lectura
En Vicente López, la casa de Alberto Cormillot se transforma en un museo íntimo donde conviven recuerdos, reliquias y obsesiones que trazan el mapa de su vida y de su manera de habitar el tiempo
La casa secreta de Alberto Cormillot
En Florida, Vicente López, la casa de Alberto Cormillot no parece una casa: es un museo íntimo, un archivo de sí mismo. Entre el jardín delantero y el trasero lo custodian 31 enanos de jardín. El primero fue un regalo de su madre; los demás, llegaron después.
“¿Sos acumulador?”, le pregunto. “No. Me gustan las cosas y las guardo. Recuerdos. Pero todo está clasificado”.
Adentro, en el living, lo primero que aparece es un maniquí sentado, con maletín y porta mascotas. “Este es Francis. Me lo regaló Mónica, la madre de mis hijos. Estuvo treinta años en su mesa familiar. Cuando murió, en 2017, vino para acá”, dice, como si hablara de un viejo amigo.

La chimenea reúne ángeles, un Gauchito Gil y estatuillas de todas las religiones. “Al principio era solo Cristo. Después fui agregando”, confiesa. Y corta de golpe: “No soy creyente”.
Las paredes hablan solas. En un mural, los políticos de la democracia: presidentes, intendentes, funcionarios. En otro, los artistas: Michael Douglas, Borges, Mirtha, Michael Moore, Lanata. “Con Patricia Bullrich tengo buena relación. Con Alberto Fernández es imposible. Milei… abre demasiados frentes, con insensibilidad. Ojalá le vaya bien en lo económico”.
En la mesa baja descansan fragmentos de la historia: trozos del Muro de Berlín, escombros de la Embajada de Israel y de la AMIA. Un pedazo de cada vida que atravesó. A un costado, un viejo calentador de panchos y una placa de mármol que dice Clínica Cormillot.
El recorrido hacia lo íntimo lo marca un cartel con la foto de Emilio, su hijo de tres años: Cuidado al abrir, estoy del otro lado.
Allí lo esperan los escritorios intactos de sus padres. El de su madre, enfermera y ferviente peronista, con un retrato de Evita encima. El de su padre, cobrador de la luz, más alejado de la política. “Único hijo, crecí entre esas dos visiones”, recuerda.
En otro cuarto, las fotos se multiplican: familia, amigos, celebridades. Señala con una sonrisa: “Mirá, Michael Douglas, Doña Petrona, Borges en una entrevista sobre lo que comía, Lanata, las primeras mesas de Mirtha...”. Y agrega: “Estoy en televisión desde 1964. Ya son 61 años, un poquito más que Mirtha”.

El tiempo aparece inevitable. “¿Querés vivir cien años?” “Más. 103, 104. Para darle un diploma a Emilio”.
A los 85, se cuida con método: ejercicio, dieta, sueño, buen humor. “Y paciencia. Aunque no la tengas, hay que aparentarla”, dice.
En la cochera, convertida en pista de tap, guarda zapatos traídos de todo el mundo. También cámaras antiguas, celulares gigantes, equipos de video. “Vuelvo a verlos casi todos los días. Me gusta”, confiesa.
Habla de obesidad, el tema de su vida. Recuerda cuando se disfrazó de persona con exceso de peso y viajó en colectivos. “Lo que me quedó fue la incomodidad, el rechazo. Eso no cambió. Cambió el discurso. Ahora ‘gordo’ es incorrecto. ‘Persona con exceso de peso’ es un invento”.
No piensa en retirarse. “Algún día se irán las energías o la curiosidad. Mientras tanto, sigo. Radio, tele, clínica, clases…”.

Y deja una lección final: “Hay que aprender a escuchar. Y a hacerse el idiota. No engancharse con las redes. Talento sobra; lo que falta es perseverancia. Y paciencia. Aunque no la tengas, hay que simularla”.
Entre murales, maniquíes, cenizas de mascotas y reliquias de medio siglo, Cormillot todavía habla en plural: con Estefanía al lado, con Emilio como horizonte. Y con la certeza de que siempre hay algo más por hacer.
Comments