Charlie Larroni
- Matías Yeatts
- 22 jul
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 28 jul
El escritor argentino, siempre atento al detalle y la ironía, exploró en Siluetas la biografía como un territorio donde la invención y la crítica se confunden
La vida de Charlie Larroni −y su infeliz claudicación− se puede sintetizar en los últimos primeros versos de un poema póstumo que no se atrevió a firmar. No hay que descartar que su escritura fuera una coartada, sabía que algunos críticos obstinados (jamás pertenecería a un club que admitiera a alguien como él de socio) hurgarían en su obra a fin de encontrar los famosos y codiciados borradores de la novela largamente inconclusa. Aquí los versos:
He esparcido mis sueños a tus pies; caminá despacio pues estás pisando sobre mis sueños.
La muerte nos ofrece una circunstancia propicia para la disgresión −no la discreción−, las palabras, tan propensas a la sinécdoque como a la conducta hidriforme, alejan al referente más que evocarlo; Larroni lo sabía: aquellos oficios que ejerció durante su estadía terrenal imponían cierta dureza en la sintaxis.

Para no hacer de las facciones que nos ocupan ficciones propias de una bildungsroman −para eso Larroni dejó una novela, El carapálida (1997), que el curioso podrá consultar−, digamos que su educación afectiva, como él la llamaba, fue epicúrea. Asistió como muchos eximios escritores (Cortázar, Marechal, los hermanos Discépolo) al Mariano Acosta, institución pública que sirvió de escenario para El carapálida, novela iniciática con resonancias Arguedianas. Las tensiones políticas apenas lo rozaron, Cordobazo mediante su voracidad imaginativa se abocó a los cómics donde se desataban enfrentamientos de dimensiones paranoides y aventuras en mares más prometedores que las llanuras o sierras de la provincia que tanto habían encantado a Sarmiento. Deglutía con devoción omnívora las historietas de El Corto Maltés de Hugo Pratt, los inicios de Oesterheld y Robin Wood, las revistas Hora Cero, Misterix, D´Artagnan, etc, hasta que fue llamado a filas para la instrucción militar. Sus ojos achinados vieron la desgraciada batiseñal proyectada en el cielo porteño de mediados de los setenta: Yo fórme párte de-un-ejército loco, ténia véinte años y-el peló muy corto, podría corear más tarde, aunque aventajado por un par de años.
El término de la experiencia quijotesca en el servicio, “bajo bandera con el país en estado de sitio y yo en estado de paranoia redundante”, diría más tarde, lo devolvió a nuevas aventuras, desplegadas ahora sobre el lomo de la patria, donde los herejes lucían brillantes manos de tijeras y trajes de cuero negro, y los villanos hablaban en cadena nacional con la voz modulada de un doblaje de ciencia ficción.
En el 88, se le aparece un espacio para infiltrar de ficción una realidad que exigía ser narrada. Por esos tiempos, aparecía Respiración accidental, la novela de su coetáneo César Quaglia, los versos de T. S. Eliot custodiaban la entrada:
We had the experience but missed the meaning an approach to the meaning restores the experience.
Tuvimos la experiencia, pero perdimos el sentido un acercamiento al sentido restaura la experiencia.
En fin: sus columnas, tituladas Siluetas, aparecían mensualmente en la revista Ágrafa, bajo la dirección de Martín Catarrós, hombre de bigote escobillón que le daba la apariencia de Snidely Whiplash.

Las siluetas, retazos biográficos de escritores ignorados o demodé, se reunían, amotinados, babilónicos, en una misma sala de recepción ubicada en el segundo piso de la calle Esmeralda. Larroni, habiendo hecho las liturgias necesarias, los ubicaba −Dios los cría, la ficción los une−, con precisión cartográfica en habitaciones según su papel en la historia universal de la ignominia. Después, al modo proustiano, los invitaba a la recherché: les enviaba una magdalena (conocía con precisión los gustos de sus huéspedes) que los llevaría por el memory lane al encuentro de sus vivencias más agradables. Un papel virgiliano en el deshuesadero de los salones literarios: conducía a las almas oscuras a destinos más luminosos en las vitrinas de la memoria.
La obra visible de Larroni, ordenadas cronológicamente, es fácilmente enumerable: Siluetas (1992), El carapálida (1997) −novela−, Peripecias del No (2007), Mil mesetas (2008) −ensayo−, La noche politeísta (2019) −cuentos−, y un libro que transcribe un ciclo de conferencias: Breve historia de la literatura latinoamericana (A partir de Borges) (2023); no así su obra invisible, fruto de ensayos y postergaciones contínuas. Entre ellas, hay una que el misterio y la superstición han alimentado hasta las dimensiones de Gargantúa: Citadme evocando una flor, era el título provisorio, que luego modificó con un pincelazo en vida: Me enciendo citando, título que refleja su pasión por el gerundio. Este work in progress, como lo calificaba la crítica, constituía la obsesión del coleccionista: un libro hecho de citas, versos abolidos o gratamente distorsionados por la mala memoria de personajes lóbregos y kafkianos, que bien podrían haber vivido en la ciudad de Perla, la utopía de Kubin.
Como buen corrector, supo distribuir sus énfasis. Ni una vida en contínuo estado de riesgo propia de un Hemingway, ni la apacible vida contemplativa de un Thoreau: un fluido régimen de puntuación que alternó entre llanuras y riscos de intensidad quemante.
Desde el 86 en adelante, fue director editorial en Sudamericana, donde editó a casi todos sus coetáneos: Enrique Cockwill, Rodolfo Willfog, César Quaglia, Sergio Bizzio, Charlie Feiling, y Gaby Bledou, el preclaro psicoanalista, entre otros. Todos ellos colaboraron asiduamente en la revista de Catarrós, Ágrafa, y quedaron póstumamente retratados en Peripecias del No: diario de una novela inconclusa, donde volvió a confirmar la potencia de la escritura in nuce: una prosa en estado de germinación y retórica suspendida. El borrador supera a la obra concluida, que ya agotó sus posibilidades. La ocupación del lector es restaurar esa red abortiva.
Murió a los 63 años, disminuido por enfermedades que las ficciones le habían enseñado a padecer. Como Edgar Allan Poe, que hasta sus horas finales de delirium tremens gritaba el nombre de su héroe, Gordon Pym; Charlie Larroni estuvo rodeado por sus siluetas hasta la última hora. Dejó a la posteridad una editorial −La Bestia Equilátera−que encuentra en la literatura no la voracidad mezquina, sino un encantamiento mágico por sus productores.




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