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El Motivador

  • Felix Perret
  • 12 may
  • 11 Min. de lectura

Actualizado: 15 may

Ya era de noche cuando cerré la computadora. El pulso acelerado por el café, el estómago comprimido, mi boca un cenicero de cartón. Había sido la última de doce reuniones, trabajaba como redactor creativo para una agencia de comunicación local. Casi todos nuestros clientes eran de Estados Unidos, por eso a la jornada se le agregaban algunas horas por la diferencia. Aparte a ellos les gusta mucho trabajar. Se definen por eso. 


A mi derecha se extendía el contorno oscuro de la ciudad que da al departamento: Chacarita, Paternal, tal vez algo de Villa del Parque. No lo sé, nunca llegué hasta ahí. Abrí el ventanal y dí un respiro, salí al balcón. Al entrar de nuevo reconocí el olor a encierro y cigarrillos; mi olor, el que a veces me describe la gente. Pedí una hamburguesa y busqué una película. Agobiado por el amplio abanico de plataformas y posibilidades, me acosté en el sillón a ver el celular. Y fue ahí, en la espera solitaria del pedido, mientras consumía el éxito y la miseria del resto en las redes, que me topé con un video de Marcos Alonso, un amigo de la infancia. 


Marcos había dejado su trabajo en una multinacional para dedicarse a viajar por el mundo y registrar su paso por cada ciudad. Tenía un canal de youtube con casi diez mil suscriptores y aceptaba donaciones para financiar su viaje. Su cuenta en ambas redes era TheHomelessWonderer. En el video se lo veía feliz, con el pelo largo flameando por el viento, parado en el límite de los acantilados de Escocia. Respiraba profundo con los ojos cerrados de cara al mar, para luego mirar a cámara y sentenciar algo así como: Le agradezco a mi yo del pasado, ese que tomó la decisión de dejar todo para vivir la vida que quería ¿Qué estás esperando para vivir tus sueños? 


El primer síntoma fue la vergüenza ajena. Retrocedí hasta el comienzo y lo vi de nuevo. Después otra vez. De a poco, ese primer sentimiento fue mutando. No me gustaba la exposición, pero había algo valioso en esa manifestación. Reconocí que detrás de esa verguenza se escondía una admiración, una envidia que golpeaba fuerte en el centro de mi deseo. Marcos estaba en control de su situación, yo no… Caí en la cuenta: habían pasado dos años desde la pandemia y seguía encerrado en el mismo departamento. La silla giratoria gastada, la espalda curva, el mismo trabajo. Tenía que salir de ahí rápido antes de convertirme en un amargado, arrancar un proceso de investigación y encontrar un oficio que me saque de casa. 


Así como vino la idea, cayó la culpa. ¿Cómo no me di cuenta antes? Dejé pasar el tiempo como si no existiera el tiempo, y es que durante esos años me creía infinito. Después de unos días de lamento y reflexión neurótica, junté fuerzas e hice una estimación; un sumario de intereses y talentos. Llegué a la conclusión de que lo mío podía ser el cine. El cine incluía varias de las habilidades sociales y narrativas que yo dominaba. Además, me había pasado la vida entera viendo películas. Hace rato venía escuchando, en voz de algunos actores, que los directores con los que habían trabajado eran insípidos. Que no podían comunicarse bien, que eran demasiado tímidos, que no sabían bien lo que querían. Había una oportunidad. Entonces decreté, desde el silencio de mi departamento, que no solo podía ser un director, si no que podía ser un gran director. Nunca en mi vida había estado en un rodaje. 


Decidido a compensar mi falta de educación, empecé a escuchar podcasts. A devorar podcasts. Como si esa información fuese a entrar en mi cabeza y convertirme en un profesional. Pasé por varios pero me hice adicto al de Roger Deakins. Lo escuchaba cada vez que me subía al auto. Yo voy en auto a casi todos lados. En cada episodio, Roger y su mujer James reciben a un invitado de la industria. Hablan con directores, actores, directores de fotografía, vestuaristas, productores, críticos, sonidistas. Roger es un inglés impecable: frontal, elegante, de humor negro sutil. No sé si hay más ingleses así, o mejor dicho, no sé si los de ahora van a crecer para ser así. 


En el episodio 125, menciona que su película preferida es Ejército de Sombras, de Jean-Pierre Melville. De Melville solo había visto El Samurái, con Alain Delon, pero sabía algunas cosas sobre él. Melville es un director austero y grandilocuente a la vez. Su cine es pura acción, casi todo se dice con miradas, montaje y acción de los personajes. Los diálogos se reservan para transmitir información esencial. Esto induce a un estado de trance y de tensión en el espectador; y de vez en cuando…te parte la jeta con un plano bellísimo. Roger hablaba de la película cada vez que podía, la usaba como ejemplo de excelencia frente a la mediocridad contemporánea. De a poco fue ocupando un lugar místico en mi cabeza, era una montaña imprescindible que sí o sí tenía que escalar para convertirme en un cineasta de verdad. Una de esas obligaciones irracionales que se enquistan adentro de uno y crecen en silencio.


Encontrar un torrent de Ejército de Sombras no fue fácil, tampoco ubicar correctamente los subtítulos, pero finalmente lo logré. Un domingo a la mañana, con un día entero por delante, me decidí a verla. Afuera estaba espectacular, así que cerré las cortinas. Prendí el aire acondicionado, me armé un café con hielo y adentro. La película transcurre en plena segunda guerra mundial. Philippe Gerbier (Lino Ventura) es traicionado por un informante y termina en un campo de concentración. Logra escaparse y huye a Marsella para unirse a la resistencia francesa contra la ocupación alemana. Hubo un plano en particular que me llamó la atención, que me sorprendió como te sorprende la forma en que vuela el mechón de pelo de un desconocido que te cruzás por la calle. No tenía nada de la grandilocuencia ni belleza que mencioné antes, era más bien de los austeros. Ocurre en el minuto treinta de la película. El protagonista se desvía de la calle y camina en dirección a la cámara. Es un plano funcional, hasta olvidable, pero en ese punto ya estás metido en las formas de Melville. Sabés que si te desconcentrás por un segundo puede pasar algo clave. Y es ahí cuando, por la calle que está en el fondo, pasa un tipo caminando. Va con un trajecito de marinero, de esos que se usaban en la segunda guerra. Entra por la izquierda y desaparece por la derecha del cuadro. Su papel era tan chico que al pobre ni lo pusieron en los créditos. Pero durante esos segundos se lo ve tan joven y vital, que si uno se enfoca en eso, cobra una vida al margen del resto de las partes. Se lo ve de lejos, algo desenfocado, pero se llega a distinguir un detalle celeste en su cuello, en ese pañuelo que concluye nudo marinero. Lleva puesto un gorro con pompón rojo y unos zapatos de cuero negro relucientes. Camina con decisión, a un ritmo acelerado. Salta a la vista, o al menos saltó a la mía. ¿Lo vistió alguien? ¿O fue con ropa que tenía en su casa? Tal vez fue hijo de marineros, o nieto de marineros. En esos tiempos no faltaron guerras en Europa. Ahora tampoco. 


Escena de la película Ejército de Sombras de Jean-Pierre Melville

Durante semanas me quedé pensando en el marinero. El cine, como cualquier otra disciplina, invisibiliza a una parte de las personas que forman parte de su proceso. La máquina de sueños tiene dos caras, la sugerida en la mente del espectador y la de las personas que hacen a su realización. Todos los que trabajan en cine alguna vez soñaron con formar parte. La mera participación es una oportunidad para dejar una marca y la intensidad privada que transita cada integrante del equipo es un conflicto potente en sí mismo. Pasa con todos, pero se materializa fuerte en la figura del extra. Cada oportunidad es una prueba por demostrar que, como mínimo, puede seguir las indicaciones más elementales. Quizás por eso me llamó tanto la atención aquel extra. Hizo lo que pudo, lo dio todo, pero ni llegó a los créditos. ¿Sería el olvido, también, mi destino? Alguien que pasó una vez por el fondo de un plano en una película vieja que pocos van a ver; o en mi caso peor, una cara en una pantalla virtual dividida; una ventana en un edificio de quinientas ventanas; una ventana más dentro de las decenas de ventanas que tenemos abiertas. 


Los sueños tienen su lógica de presentación. Aparecen coloridos, casi materializados, al alcance. Simulan ser fáciles, después se vacían hasta desaparecer. Así estaba yo por esa época: vacío, dispuesto a volver a lo mío como si no hubiera pasado nada. Una tarde me llamó Lucas Muni, el hermano cineasta de un gran amigo. Dijo que tenía un cortometraje escrito, terminado. Iba a ser su primer experiencia con ficción, y eso que era varios años mayor que yo y venía del glamoroso mundo de la publicidad y los videoclips. ¿Querés leerlo y contarme qué te parece? Supongo que se acercó porque había escuchado acerca de mi volantazo vocacional, o tal vez nos cruzamos en algún asado y hablamos de cine. No sé, pero abandoné todo lo que estaba haciendo y me puse con lo importante: la ficción. El cortometraje estaba conformado por tres historias vagamente conectadas, historias mínimas máximas que dan cuenta del drama simultáneo que es la ciudad de Buenos Aires y la vida en general. La primera contaba la ruptura de una pareja en un restorán de comida turca; la segunda capturaba la crisis nerviosa de una señora en un bondi; la tercera contaba una noche en la vida de una taxista que reflexiona sobre su pasado. Estaba bien escrito y estaba terminado. Le di mi devolución y le gustó. Juntémonos, dijo. Nos vemos en Le Maquis


Fui caminando al café porque quedaba cerca. En el camino pasé frente a una librería escolar. Como casi siempre que paso por una, frené a comprar una birome negra, nunca vienen mal y siempre se pierden. Me atendió un tipo grispelo gris, remera gris, piel gris muy cansado, bostezó mientras me alcanzaba el paquete de lapiceras. En el mostrador me di cuenta que también vendía medias tematizadas, colgaban todas a su espalda: de los Simpsons, de Harry Potter, del Dibu Martinez, de todas las películas nuevas de pixar que no llegué a ver y de algunas figuras del rap americano. Me acordé de mi amigo el Negro y compré un par con la cara de Ice Cube. Llegué al bar y esperé.


Me había quedado sin batería y Lucas no llegaba. Pregunté por un cargador pero nadie ahí tenía el mismo que yo. Le conté mi situación a la chica del mostrador. ¿No habrá ido al otro Le Maquis? Me preguntó. Esperé a que la cosa se resuelva sola. A la media hora, Lucas apareció en bicicleta por la esquina, transpiradísimo. Se había dado cuenta del malentendido y manejó unos kilómetros para verme. No vale la pena repasar lo que charlamos. En esencia, lo motivé. Lo conecté con una productora amiga que habia visto meses atrás, le dije que me gustaba como había estructurado el cortometraje, y que sí o sí tenía que filmarlo. Tenía una sonrisa grande, estaba agradecido por el empujón. No pensé que era tan fácil, jaja, dijo. Cuando escuché esas palabras, entendí mi potencia. 


Las fechas de pre-producción y rodaje coincidían con un viaje al norte que mi vieja había organizado hacia meses y al que no podía faltar, así que me perdí el resto del proceso. Iba último en la fila de todas las excursiones, lejos de la voz del guía de turno, por dentro solo pensaba en las reuniones de producción, los ensayos, el proceso de casting, en toda esa potencialidad perdida.


El día que volví del viaje me invitaron a la última jornada de rodaje. Cuando llegué a la locación, el despliegue era más grande de lo que imaginaba. Hasta habían cerrado una estación de servicio para la filmación. Lucas tomaba café a un costado y el resto del equipo funcionaba como una maquina automática destinada a plasmar su idea. ¿Cómo había sucedido todo eso en tan poco tiempo? Me acerqué para darle un abrazo y el me devolvió la sonrisa de los concentrados, que es muy parecida a la sonrisa de los nerviosos. Es una máscara que usamos todos cuando el cerebro nuclea una energía tan central, tan de uno, que es imposible conectar con otra persona. Hay gente que vive así toda su vida. En el set hacía frío y estaban todos abrigados. Muchas camperas deportivas en movimiento, rayas blancas sobre telas plastificadas, handys, zapatillas aerodinámicas. Nadie sabía que yo había hecho de motivador. Lo guardé adentro mío para sentir que valía de algo. 


Me quedé hablando con Fabio, un tío de Lucas. Había ido por un papel secundario, le tocaba hacer del novio de la infancia de la protagonista. No tenía diálogos, solo se subía al taxi y miraba por la ventana, taciturno. Estaba muy tranquilo, el cine le daba lo mismo y todo esto le parecía una cosa menor, un capricho de su sobrino. Me dió mucha bronca, quise explicarle que lograr algo así era importante, pero no hubo caso. Terminamos hablando de pesca con mosca sentados al margen de la estación de servicio, tomando café instantáneo. La pesca con mosca suele ser uno de los temas que tengo en común con hombres de clase alta de ese segmento etario. En un punto se agotaron los temas y nos quedamos en silencio. Ya era tarde. Ahí se acercó Lucas y dijo: Vas a ser extra. Entrás, agarrás unas botellas y salís de plano. Quise preguntar dónde estaban los límites del plano pero él ya estaba en otra cosa. 


La escena ocurría dentro de la estación de servicio. Dos amigas taxistas conversaban, una al lado de la otra, viendo a la calle por la ventana de la estación. El equipo entero estaba ahí, más o menos dieciocho personas. Todas apretujadas detrás de la cámara, Lucas sentado en la silla del director. Me familiaricé con el entorno, observé con atención el objeto más importante: la heladera. Silencio en el set, dijo la asistente de dirección. La heladera estaba repleta hasta el límite de botellitas de agua de una misma marca, todas con la etiqueta hacia el frente, dispuestas como batallón de cristal brillante. Gritaron acción y yo me mandé. Agarré dos botellas en vez de una. Cuando las retiraba, una de ellas golpeó otra botella que estaba atrás, que de mala suerte tenía una abolladura en la parte de abajo, así que apenas concluí el movimiento, otras seis cayeron. TRRRRUN. Fue como el tropiezo de un caballo. Todos se dieron vuelta para verme, pero nadie habló. Pensé que iban a gritar ‘corte’ y que alguien me iba a ayudar con la próxima toma, pero ni cortaron. La asistente de dirección hizo una seña de movete flaco–un hostil movimiento de brazo, algo como salí, salí–. Ni siquiera me miró a los ojos, hizo la seña mientras miraba el monitor. Volví a ubicar las botellas caídas en su lugar de la heladera y me senté a un costado, junto a dos muchachos de producción que se reían de lo que me acababa de pasar. Todavía seguís en plano, dijo la asistente, Atrás del mostrador. Seguía viendo fijo al monitor mientras agitaba la manito. Fui gateando despacio, completamente avergonzado, no quería volver a antagonizar con el orden del set. Los muchachos de producción se reían tanto que se tapaban la boca para no hacer ruido. El espacio detrás del mostrador era tan chico que me tuve que acostar para no entrar en el plano. Ahí estaba, con treinta años, tirado en el piso de una estación de servicio a la una de la mañana, tieso como un fósil, cumpliendo mi sueño. Acción, gritó Lucas. Tuve la chance de redimirme en tomas posteriores, pero al parecer la primera había sido la mejor. La única en la que yo no aparecía.


Meses más tarde me invitaron a la premiere. La película quedó seleccionada para el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Me fui hasta allá solo. Se proyectó un martes por la noche a sala llena. Al llegar, Lucas me dio un abrazo gentil, la asistente de dirección me miró con una sonrisa burlona. Se proyectaron otros cuatro cortos antes que el nuestro. Cuando terminó, la gente aplaudió durante casi dos minutos. Había sido el mejor de todos. Si bien ninguna de mis tomas quedó en el corte final, figuraba en créditos como “el hombre de la estación de servicio”. Lucas subió al escenario a hablar junto al resto del equipo. En ningún punto del discurso mencionó mi rol en el proceso. Nadie nunca supo que yo fui el motivador. No hay créditos para el motivador.

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