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Me acuerdo

  • Luján Berardi
  • 3 feb
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 14 mar



Me acuerdo lo negro del campo a la noche. Un pozo. Pensaba que iba a oír a los grillos, a los sapos. Solo en las tardes mugían las vacas, los pájaros chillaban. Pero la noche era como el cielo o como el fondo del mar. Las puertas de los cuartos y la entrada medían metros. Yo imaginaba castillos, princesas y hadas. Las asas, torcidas como los bigotes de un caballero inglés. En el campo todo parecía más grande. También la soledad.


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De un árbol se desprendía un pedazo de corteza, dejaba a la vista un agujero en el tronco. Una araña asomaba como un ojo negro. En la ciudad no hay bichos como estos, cada cuerpo ocupa su espacio, lo demás es un embrujo, realismo mágico. Yo miraba a la araña desde lejos, el pelaje igual de negro que las habitaciones a la noche. Las patas sostenían su autoridad frente al miedo, enruladas, un esqueleto de oscuridad. La miraba y no me decidía a acercarme, a sentir entre los dedos su espesor, lo enorme del campo en la infancia.  

~


Eduardo dormía sobre una hamaca paraguaya. Se tapaba los ojos y un sombrero de rafia le cubría la mitad de la cara, la protección frente al sol de las doce. Eduardo tenía pelo largo con rulos y tocaba el piano en una banda de rock. Los pies le asomaban apenas por un extremo, la hamaca le envolvía el cuerpo, y yo me preguntaba cómo hacía para dormir tan profundo, para estar tan quieto. En el árbol que sostenía una punta de la hamaca, por encima de la cabeza de Eduardo, la corteza, el hueco, la araña.


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Un tanque australiano hacía de pileta. Para llegar al borde por el lado de afuera era necesario trepar una escalera que lastimaba los pies. Una vez adentro todo era profundo y negro, como la araña, como el campo a la noche. Me rugía la panza por el miedo, no tocar el fondo, no verme las manos, la posibilidad de que me tragara el agua y no poder subir. Me repetía todo el tiempo que para flotar no hay que hacer fuerza. 



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A la tarde leía sentada en las baldosas que bordeaban el quincho, un espacio independiente de la casa principal. Veía el tanque-pileta, los árboles que griseaban detrás por la distancia, puro sentido de la percepción. Un murciélago en los cables de luz se abrazaba con las alas. Del momento tengo olores, las piernas cansadas por el trote, el rugido en la panza llena de miedo. 


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Me acuerdo del campo a la noche. La ausencia de sonido. En la habitación había dos camas, una para mí y otra para mi hermana. De la puerta colgaba un crucifijo. ¿O estaba sobre la mesa de luz? Un día, en el colegio, quise preguntar quién era dios. Pregunté. Me respondieron que no hay duda en las creencias, que la virgen llora y se le clavan espinas en el corazón. Entendí el poder de las palabras. Las imágenes como clavos en la piel.


~

Los caseros tenían dos hijas, una de mi edad y otra, de la de mi hermana. Jugábamos en la planicie del campo, en los pocos rincones que encontrábamos. Teníamos un set de cocina, muñecos y pasto. Preparábamos manjares, las hormigas recorrían los bordes rosas de las tazas. El olor de la tierra era dulce como los ojos de un perro. El sol punzaba el corazón. Pregunté de nuevo. ¿Quién es dios?


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Me acuerdo lo negro del campo, el agua sin fin, la duda, la tierra como ojos de perro. 


~

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De día se escuchaban grillos o chicharras, nunca supe distinguirlos. El calor del campo no es igual que en la ciudad, es más grande y pegajoso, igual que los bichos. Hay algo que queda en el cuerpo de otra manera. Los árboles no alcanzan para esconderse de la luz. El campo, a veces, se parece a un mar sin horizonte. 


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Por la ventana del salón se veía, a lo lejos, el alambrado, las estacas clavadas en la tierra. Las vacas pastaban bajo el sol sepia, y Roberto que se acercaba a hablarles. El campo tiene otro color, pienso: en la noche es ausencia y de día, memoria.


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Me acuerdo cuando volví a otro campo. Una amiga de la adolescencia me invitó. Yo fui a regañadientes: con la edad se pierde un poco la ilusión de la distancia y la quietud. La tranquera, el camino de tierra, las llantas de la camioneta con la que repetíamos el juego de la adultez en un ir y venir. Un cigarrillo en el campo, en ese punto pequeño donde el pasto se convierte en cielo y al revés. Así se tolera el silencio, lo inmenso del campo y su oscuridad.

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