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Los Tigres

  • Sol Uriburu
  • 7 feb
  • 14 Min. de lectura

Actualizado: 17 feb



Yanet siempre decía que La Habana era como un amor tóxico: “Tú crees que no te vas porque no puedes, pero en verdad no te vas porque no quieres; si no, ya estaríamos todos echándonos a nadar”. Yo había llegado hace una semana y me quedaban unos días más. Esta vez me quedaba sola con Manuel, el hermano de mi papá, y su mujer Yanet.


Manuel y Yanet se conocieron en La Habana después de que a mi tío lo reubicara la cadena española de hoteles donde trabajaba, para que fuera el director de todos sus hoteles en Cuba. Vivían en un barrio cerrado a veinte minutos de La Habana Vieja. En el barrio vivían solamente otros directores y gerentes de hoteles, diseñado como una especie de universo paralelo para que no sintieran que vivían en Cuba. Los únicos autos nuevos en toda la isla se encontraban ahí adentro. Yo prefería pasar la menor cantidad de tiempo posible de ese lado. Yanet me acompañaba en ese sentimiento y me llevaba todos los días a recorrer La Habana, diciendo que estaba harta de ese falso capitalismo en el que se sentía prisionera. Cuando iba a visitarlos, mi tío se la pasaba trabajando todo el tiempo o viajando por trabajo, y yo me quedaba con Yanet. Para mí, eso era lo mejor que podía pasarme; siempre me cayeron mucho mejor los cuñados—mujeres y maridos—que los padres, las madres y los tíos. Yanet sentía lo mismo, pero un poco más al extremo que yo. Decía que ni en mil años se hubiera imaginado siendo parte de una familia tan conservadora como la mía y que yo era la única que le caía bien de todos nosotros; que después de todo, algo bien habría hecho mi madre para que yo saliera así. También hacía una imitación de los chetos de San Isidro y de mi abuela que me hacía llorar de la risa.


Foto: Sofía Lizzoli
Foto: Sofía Lizzoli

Una mañana nos subimos al auto y encaramos para el 1830, un bar de salsa histórico enfrente del Malecón. Nos sentamos y pedimos dos Bucanero frías para aliviar el calor y un plato de moros y cristianos para volver a sentirlo. Yanet se abanicaba con su servilleta de papel y se quejaba del calor y de que en Cuba no había plata para aires acondicionados. Yo no podía sacarle la vista a los cubanos bailando timba y salsa, hipnotizada con esa forma heredada de moverse que yo no iba a tener nunca, como de alguien que en lugar de huesos en la cintura tiene plastilina, y una pierna del otro entre las propias como único anclaje al piso. Los miraba saludarse y presentarse antes de que empezara la canción, para después bailarla como si se conocieran hace mil vidas. Mientras, el humo de los platos, el olor a transpiración de los bailarines y la densidad de la sal que entraba por las ventanas cada vez que una ola chocaba contra el Malecón me tenían en un trance, como si estuviera en un sauna.


—Ay, mi niña, come rápido que estás delgadica, delgadica, como solo las argentinas pueden estar. Y hace un calor de locos, ¿para dónde más quieres ir? Te llevo a la Plaza de Armas, que está cerca, y a la tarde podemos ir a la playica del club de tenis—dijo Yanet, ahora secándose las gotas de transpiración de la frente con la servilleta.


En la Plaza de Armas le compramos un helado de coco a un vendedor y nos sentamos en un banco. Camino a la plaza se me habían llenado los ojos de lágrimas mirando los balcones derrumbados de La Habana Vieja y sus Buicks, Fords y Cadillacs de colores, como sacados de las películas de John Hughes que tanto me gustaban en esa época. En la plaza me sequé rápido los ojos; Yanet no se había dado cuenta de nada. Me pregunté en qué momento había cambiado tan drásticamente su opinión sobre el comunismo. Las últimas veces que habíamos hablado del tema, me contaba que no todo era tan malo como lo hacían parecer, que ella había podido estudiar literatura a la altura de cualquier universidad pretenciosa del mundo gracias a la universidad pública de Cuba. Eso me gustaba mucho de ella. Y más me gustaba que hablara del tema con soltura con mi familia oligarca, sabiendo que el discurso comunista les irritaba hasta lo más profundo, y que después terminara en los asados un poco borracha gritando: “¡Viva Fidel! ¡Viva nuestra Cuba libre!”. Quizás también tuviera algo que ver con que su padre había sido uno de los militares de la Bahía de los Cochinos en el 61 o que había sido novia del hijo del mismísimo Raúl Castro antes de conocer a Manuel. Pero ahora, que a cada rato se quejaba de su país, todo eso parecía quedarle lejano, aunque nunca perdiera la gracia.


—Míralos… —dijo Yanet en un suspiro, refiriéndose a la gente en la plaza—. Sentados, mirando pa’ un lao y pa’l otro, como si estuvieran esperando la guagua. ¡Y los pobres, ahí, disfrutando de la vida mientras ven a ver quién les lanza un mango!


—¿A la gente le gusta el gobierno?—La corté de repente, sin aguantarme más la intriga de qué opinaba sobre todo esto ahora.


—Ay, niña, mira… En algún momento fue muy bueno, pero ahora la gente se muere de hambre. Las madres ponen a los chamaquitos a dormir sobre colchones en la calle para que les corra un poco el viento, porque no hay electricidad, y en la noche hace tanto calor que se desmayan. En los hospitales están enyesando a la gente con cartón… ¿Qué decirte?—dijo Yanet acercándose demasiado a mi cara y hablando bajito, como contándome un secreto.


—¿Y… pero si no les gusta el gobierno, por qué no votan a otro y listo?—pregunté encogiendo los hombros y revoleando las manos.


—¡Shh! —gritó Yanet, llevándose un dedo a la boca—. ¿Niña, pero tú estás loca? Aquí no se puede hablar así en la calle, que puede escucharte la guata y ya te llevan. Tu padre me mata.


Por el trabajo de mi tío, Yanet se la pasaba todo el día sola. La única persona de su familia que había quedado en Cuba era su mamá; todos los demás se habían ido a Miami. Y a su mamá no la veía mucho. Me decía siempre: “Mi madre es como la tuya, niña, a veces es mejor tenerlas lejos.” Yanet no trabajaba ni tenía amigas. Sus amigos también se habían ido. Cuando le preguntaba por ellos me decía: “No te engañes, que en el comunismo también hay clases sociales. Eso de la igualdad es una historia mal contada. Los que tenían buena vida se fueron volando, y yo aquí quedé por el trabajo de tu tío. ¡Y pensar que me podría haber casado con él por el pasaporte, y al revés, mira cómo me tiene aquí encerrada, ja!” Me encantaba que Yanet podía reírse de cualquier desgracia, y con esa risa tan particular, como la de una hiena. Y, aunque se pasaba todo el día sola, se había hecho amiga de todas las personas que trabajaban en el barrio: jardineros, seguridad, empleados de limpieza y de la cancha de golf. También tenía un chihuahua, Chiqui, que para ella era su hijo y lo llevaba a todos lados, adentro de la cartera. Todos conocían a Yanet en el barrio. Me gustaba que, cuando hablaba de ellos, decía “mis amigos” o “mañana viene mi amigo José”, que en realidad era el jardinero de su casa, pero que lo que menos hacía era cortar el pasto, porque se la pasaba toda la tarde tomando café con Yanet en la galería, mientras yo tomaba sol con mis auriculares en la pileta. Cada tanto escuchaba a José decirle a Yanet que me sacara de ahí, que con lo blanca que era, me iba a quedar “prieta” como él de tanto tomar sol, ¡qué lástima!.


Foto: Sofía Lizzoli
Foto: Sofía Lizzoli

Camino al club de tenis (el otro refugio de los gerentes de hoteles), escuchamos a Celia Cruz y Compay Segundo en la radio, que solo pasaba música cubana en todas sus estaciones. Yanet me mostró una banda de hip hop que tenía grabada en un CD, porque en la radio no la pasaban por estar exiliados en Europa. Llegamos al club y fuimos directamente a la playa. Yo estaba en el último año del colegio y, en dos meses, me iba de viaje de egresados, así que mi misión era volver bronceada. De eso también se burlaba Yanet, de que a las argentinas, además de anoréxicas, solo les importaba estar quemadas.


Boca abajo en la arena empecé a leer mi primera novela de García Márquez. Me la había regalado Yanet de la época en que estudiaba en la Universidad de La Habana, y tenía sus anotaciones en cursiva en los márgenes amarillentos. Me prendí el último cigarrillo que me quedaba de Buenos Aires. En las primeras hojas del libro encontré unos dibujos de estrellas rojas y, muy chiquito abajo, también en cursiva, “hasta la victoria, siempre” con un corazón al lado. Me imaginé a Yanet en esa época, rodeada de amigos y riéndose igual que hoy, pero con un brillo en los ojos y una esperanza sobre el futuro que era la misma que yo tenía y que ella ya no. Hojeé rápido el resto del libro y vi que había una sola frase subrayada que decía: “Con ella aprendió Florentino lo que ya había padecido muchas veces sin saberlo: que se puede estar enamorado de varias personas a la vez y de todas con el mismo dolor, sin traicionar a ninguna. Solitario entre la muchedumbre del muelle, se dijo a sí mismo con un golpe de rabia: “El corazón tiene más cuartos que un hotel de putas”. Yo también la hubiera subrayado.


Levanté la vista y vi a un hombre muy flaco, de unos sesenta y tantos años, sacando algas del mar con un rastrillo y apilándolas en la orilla, para que los socios del club pudieran entrar al mar sin problema. Pensé que ese debía ser el trabajo más esclavizante y absurdo que había visto, y me angustié. Me dieron ganas de ayudarlo, total, ni que tuviera algo mejor para hacer.


Mientras tanto, un chico que trabajaba en el parador del club se acercaba. Traía una reposera arriba de la cabeza que abrió delante de mí haciendo un gesto como para que me acostara ahí. Tendría veinte años y una guayabera blanca abierta y transpirada y shorts muy cortos, la piel dorada tirando a marrón por la estación, llos ojos marrón claro, casi amarillos, el pelo ruloso y duro, como de oveja, y el perfil más cubano que había visto en mi vida, con una nariz respingada, un poco chata, y los labios grandes. Después levantó la reposera para apuntarla hacia la dirección del sol. En el movimiento se le corrió la camisa, y vi que tenía un tatuaje que decía “La Isla” con la bandera de Cuba al lado, en la costilla, mi parte preferida del cuerpo de los varones. Al igual que los autos de la ciudad, parecía un actor de los años 80. Me paré rápido, sacudiéndome la arena pegada al cuerpo, y le agradecí. Él me agarró la mano, llena de arena, para saludarme, y sin soltarla, mirándome a los ojos, dijo:


—¿De dónde eres tú?


—De Argentina


—¿Ah, sí? ¿Y qué haces por aquí?


—Vine a visitar a mi tía, es ella, es de acá —dije, soltándole la mano y apuntando a Yanet, que se hacía la distraída con una revista. Me acosté boca abajo en la reposera.


—Qué suerte… La mía, digo, chica. Eres la mujer más bella que he visto en esta isla en mi vida. Te estoy viendo desde que llegaste. Y tu cuerpo… —el cubano se mordió el labio y me miró de arriba a abajo.

Me di vuelta para ver si seguía teniendo la parte de abajo del bikini entangado como cuando me había tirado a tomar sol hace un rato. Todo seguía igual. Sentí vergüenza y felicidad al mismo tiempo, y miré para abajo y sonreí un poco incómoda. Se rió, y caminando para atrás y con un guiño dijo:


—Ya me toca volver, pero espero verte mañana, chica.


Cuando ya no estaba cerca, Yanet soltó su risa de hiena, tapándose la cara con la revista y dijo —Ay mi niña, ¡has sido atacada por un tigre!


—¿Por un tigre?


—¡Claro! Tigres se le dice aquí a los cubanos así como atrevidos ¿sabes? Que quieren enamorar a las turistas para ver si las casan y logran salir de aquí. Son tremendos tremendos… Ya me imaginaba que te iban a ver así tan blanquita y te iba a saltar uno. Y eso que dicen que los cubanos son los hombres que mejor sexo tienen del mundo, porque aquí nos crían sin la culpa cristiana ni nada de esas vainas de ustedes. Entonces ya desde pequeños son bien experimentados. Y además este sí que está bien bello, el cubanito. Si yo fuera tú, me lo llevaría pa la casa ¡Mira que yo no digo nada eh!


Fotos: Sofía Lizzoli


Era lo único que me faltaba. Yo, que en esa época me la pasaba todo el día caliente y pensando solo en "coger, coger, coger", no veía la hora de que finalmente me pasara. Era la virgen más pajera del mundo. Desde chica, como a los siete u ocho años, ya me gustaban casi todos los chicos de mi clase y me imaginaba dándome besos con cada uno. Había algo en Cuba que me había revolucionado las hormonas y, por momentos, sentía que tenía que apretar fuerte las piernas para no explotar, como las olas contra el Malecón. No sé si era el andar con poca ropa o el cuerpo transpirado, que era la imagen que me formaba de mí misma cuando, por fin, cogiera por primera vez. Además, no me creía eso de que “el Tigre” solo me había hablado por ser extranjera, aunque en la adolescencia siempre tendía a esperar lo mejor de los varones y a recibir solo lo peor.


A la mañana siguiente salimos temprano para Varadero. Manuel tenía que reunirse en uno de los hoteles de la cadena y nos llevó a Yanet y a mí. Cuando me dijeron que Varadero quedaba a cien kilómetros de La Habana, me imaginé que estaríamos como una hora y media en el auto. Pero ya en la ruta entendí que los demás autos apenas alcanzaban los ochenta kilómetros por hora y que tardaríamos el doble. El horizonte camino a Varadero era extraño: se veían fábricas una detrás de la otra, como si ese fuera el único lugar donde se desarrollara la industria nacional. No entendía cómo estábamos tan cerca de las playas cristalinas que había visto por internet la última vez que tuve señal, y ya extrañaba los paisajes de La Habana.


Atrás, en el auto, estabamos Chiqui y yo. Desde que había llegado, el chihuahua me miraba con sus ojos saltones, como confundido de ver a una persona más en la ecuación. Adelante, Manuel manejaba y Yanet le hacía caricias en la nuca. Me pregunté por qué nunca habían tenido hijos y pensé que, quizás, por eso se los veía tan bien o, quizá, por eso me querían tanto a mí. Por un momento, deseé que me adoptaran, o que la genética y la suerte hubieran reservado un casillero para el costado, para que yo saliera hija de ellos.


Foto: Sofía Lizzoli
Foto: Sofía Lizzoli

En el hotel nos asignaron los mejores cuartos, que parecían departamentos enteros. A ellos les dieron el de arriba y a mí el de abajo. Mi cuarto tenía dos duchas, y una de ellas estaba afuera, rodeada de plantas, en la que nunca me bañé por miedo a que me viera mi tío desde su balcón. Ambos baños, el de afuera y el de adentro, eran más grandes que mi cuarto en Buenos Aires. La cama era como una nube kilométrica, en la que iba a dormir en diagonal para cubrir la mayor superficie y aprovecharla al máximo. Además, la heladerita estaba llena de golosinas y botellitas de alcohol que planeaba llevarme en la valija para compartir con mis amigas.


Esa noche, prendí un Romeo y Julieta en la ventana del cuarto que daba directo al mar. La caja tenía un dibujo de la escena del balcón y de eslogan: “La grandeza no tiene prisa”. Le saqué todos los cigarrillos de adentro y la aplasté para meterla entre las páginas de mi libro y traermela de recuerdo. Había tenido que ir a cuatro estancos distintos para conseguir cigarrillos en stock. Yanet me llevó en el auto a recorrer Varadero para encontrar cigarrillos como si para ella fuera una aventura, y le gustaba que fumara porque la hacía creer que era más grande, como una amiga. Lo apagué cuando me había fumado apenas un cuarto, quizás era muy chica todavía para fumar un tabaco tan fuerte. En Buenos Aires solo fumaba Camel Blue.

Me metí en la cama y, con el frío de las sábanas caras, sentí de nuevo la necesidad de apretar fuerte las piernas. El mar me dejaba muy cansada al final del día, aunque no hiciera nada más que leer, fumar y charlar con Yanet, y con la piel hirviendo, como si tuviera fiebre. Apenas me acostaba, entraba en un limbo entre estar despierta y dormida, mi parte preferida de la noche: cuando uno sueña pero está lo suficientemente consciente como para elegir qué soñar.


Elegí soñar con el Tigre. Primero me lo imaginé saliendo de abajo de la cama y subiéndose despacio, con la guayabera blanca abierta y una boina verde con la estrella roja para atrás, y un habano que antes de morderme el labio apagaría contra la mesita de luz. Me lo imaginé metiéndome los cuatro dedos de la otra mano en la boca hasta darme arcadas y llevándose un poco de saliva para tocarme. Me lo imaginé bajando muy lento por mi cuerpo, hasta desaparecer, y me imaginé la forma de su cuerpo abajo de la sábana, como si fuera un fantasma. Después la ví tomar la forma de su columna arqueada, como si se hubiera convertido en un tigre de verdad. La grandeza no tiene prisa. Esa noche me hice acabar tres veces.


De Buenos Aires no me quedaba mucho más que mis conversaciones paralelas con dos chicos de mi clase y uno, un año más grande, que había conocido en una fiesta, con el que había salido una vez antes del viaje. El último me gustaba un poco más, y estaba esperando que no fuera tan tarado y lento como los otros dos para poder coger con él y sacarme el tema de encima. En ese momento se usaba una aplicación para mandarse fotos que era muy delatora, porque le mostraba al público quiénes eran las tres personas con las que uno más hablaba. En mi podio estaban ellos tres que se iban intercalando entre sí dependiendo del día. Aunque nada de lo que me decían me entusiasmaba mucho, ni llegaba mucho más allá del “¿y qué hiciste hoy?”, “¿qué ondaaaa?”, o me mandaban fotos de mala calidad mostrándome lo que hacían en sus vacaciones de invierno en Buenos Aires. Yo les había mandado la misma foto a los tres, en bikini de espaldas frente a un espejo mostrando una supuesta quemadura en los hombros y sacando culo, a lo que me respondieron algo así como “tremendo blda, “wow”. El que menos me gustaba se había atrevido a mandarme un emoji de fueguito y el de la carita con los ojos de corazones. Podría morirme del aburrimiento. Si no fuera porque me hablaban todos los días podría creer que ni gustaban tanto de mi. La tibieza de los hombres argentinos es algo que me fastidia hasta el día de hoy. Yo solo quería que me dijeran que era la chica más linda que habían visto en una isla entera. Que me mintieran si hiciera falta.


Foto: Sofía Lizzoli
Foto: Sofía Lizzoli

De vuelta en La Habana, horas antes de mi vuelo a Buenos Aires, le sugerí a Yanet volver a la playa del club de tenis. Ella sonrió y dijo “Ay niña niña, como si a ti te faltara playa después de este fin de semana, a mi no me engañas”. En el club no encontré al Tigre por ningún lado, ni en la playa ni adentro atendiendo en la cafetería, ni en las canchas de tenis volviendo al auto. En su lugar con las reposeras ahora estaba el hombre que la semana anterior sacaba algas del mar. Por lo menos ahora hacía una tarea un poco más digna.


Esa fue la última vez que fui a Cuba. A los dos años ascendieron a mi tío y lo mandaron a él, a Yanet y al chihuahua a México. Yanet no pudo entrar nunca más a su país por un problema con su pasaporte, y ahora habla con su mamá, que quedó en Cuba, todos los días por teléfono. Y me cuenta que eso es hasta peor que verla en persona, pero que por suerte consiguió y le paga a un tipo que contrabandea productos desde Miami en barco entonces por lo menos está bien atendida. Después suspira y dice que igual así se queja de todo y me la puedo imaginar moviendo la cabeza y revoleando los ojos mientras acaricia a Chiqui en el sillón. Me dice que no me crea que la costa caribeña de México es mucho más moderna que Cuba, pero que si voy a visitarla seguro la pasemos bien entre nosotras, y que si me quiero ir a vivir para ahí, entre las dos nos podemos abrir un chiringuito en la playa. Lo dice riéndose como siempre y cuando se calma dice que no es broma. Me la imagino en su casa nueva y contemporánea en Cancún, como un cubo de hormigón gris, y no puedo evitar pensar en Cuba ahora que Yanet ya no está ahí. Y en que a veces siento que La Habana Vieja se va a terminar de derrumbar por completo y que un día los autos van a dejar de andar y van a quedar quietos en la ruta, y que ya nadie baila en el 1830, y que el Malecón no va a aguantar más y la isla va a terminar bajo el agua. A veces siento que Cuba es un lugar que me inventé o que existe solamente en mis recuerdos, porque nunca más escuché de alguien que haya ido para ahí después de mí esa vez. Pero cada tanto, saco de adentro de mi copia de El amor en tiempos del cólera esa caja aplastada de Romeo y Julieta, que todavía tiene olor a tabaco puro, que hoy quizás, después de tanto tiempo, ya no tendría problema para fumar, y leo en voz baja que la grandeza no tiene prisa.

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