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El sonido del fin del mundo

  • Simón Zorraquín
  • 12 ago
  • 13 Min. de lectura
Algunas notas sobre el Festival de Cine Sol de Medianoche en Finlandia: un recorrido de Helsinki a Sodankylä, en días de verano con veinticuatro horas de luz

Helsinki- Rovaniemi

Esperar es sano. Con una vaga sensación de irrealidad deambulé por el aeropuerto de Helsinki durante las cinco horas en que duró la escala, errando por los pasillos, mirando en silencio por los ventanales que dan a la pista a los distintos aviones de Finn Air despegar, aterrizar y arrimarse a las mangas. Detrás de la pista, un bosque de pinos verde neón se perdía en el horizonte. Cuando miré el reloj, daba las once de la noche y no había signos del atardecer.


Así que era de día cuando los altos parlantes dijeron que el avión a Rovaniemi estaba a punto de embarcar. Lo esperé tomando una cerveza de arándanos y comiendo una salchicha de carne de reno. Una postal en el kiosco me recordó que Rovaniemi es el pueblo de Santa Claus; al estar sobre la línea del círculo polar ártico, en verano recibe veinticuatro horas de luz. Hace unos meses, descubrí en una vieja entrevista a Aki Kaurismaki hablando sobre el Festival de Cine Sol de Medianoche; en la entrevista, Kaurismaki está recostado contra un árbol fumando y cuenta que, cuando escuchó a Hitchcock decir que adaptar Crimen y Castigo era imposible, dijo en voz alta: ya vas a ver, viejo, y decidió adaptar Crimen y Castigo. Después cuenta que, junto a su hermano y amigos, fundaron el festival Sol de Medianoche en un lugar remoto de Laponia que no merece las visitas de extranjeros. Hay que volar a Helsinki, llegar a Rovaniemi, tomar un bus de tres horas hasta Sodankylä, antiguo pueblo militar varios kilómetros dentro del círculo polar ártico. Su actitud desafiante -y característica- me pareció verdadera, y pensé que era la mejor excusa para embarcarme en un viaje hacia el fin del mundo. El gendarme que me selló el pasaporte en Helsinki, corrigiéndome la pronunciación de Sodankylä en un finés áspero y grave, me deseó buena suerte.


En el avión, un tipo había tomado mi asiento y me obligó a tomar el suyo contra la ventana. No sos de acá, escuché mientras me sentaba. Quiso saber de dónde venía y qué iba a hacer a Rovaniemi. Su hijo, sentado en el asiento del medio, me observaba. Ellos iban a visitar a su familia, eran finlandeses, pero vivían en Suecia. El tipo tenía buenas intenciones, solo una mirada hostil. Me contó que su hermano había hecho el servicio militar en Sodankylä, y repetía, riendo: es un pueblo muy chico. Después dormité casi todo el vuelo, alucinando con la blanca luz que se filtraba por la ventana ovalada de la fila delantera. Pensé que arriba del mapa conocido del mundo, la tierra nunca termina; no hay un mar, un acantilado: hay bosques y lagos, y aún más bosques y más lagos, así hasta el infinito. En un momento, el hijo me contó que su madre había manejado con él desde Suecia hasta Croacia, bajando por Finlandia y Estonia, y que, en otro caso, cuando sus padres todavía estaban juntos, habían llegado juntos hasta Moscú. Espero que encuentres lo que estás buscando, me dijo el padre antes de separarnos. Días después, al ver una foto vieja de los hermanos Kaurismaki, noté que el rostro de este desconocido se parecía increíblemente al de Mika.


Rovaniemi

Casi a la una de la mañana aterrizamos en Rovaniemi. El simpático pueblo de faroles amarillos que yo había imaginado en sueños se disolvió ante la misma luz blanquecina que me había perseguido por los ventanales del aeropuerto. Era de día. No había faroles ni pueblo pintoresco: solo un estacionamiento y una ruta flanqueada por bosques. Los pasajeros subían a autos familiares. Algunos carteles advertían sobre estafas de taxistas. Sonreí, siendo argentino.


Distinguí un taxi verde y me acerqué a la mujer que esperaba. A pesar del frío, estaba en camisa. Le pregunté la tarifa. Su inglés era pobre y sonaba eslavo, pero accedió a llevarme y no habló más.


Debían ser ya la una y media, pero parecía mediodía. Al entrar en la ciudad, un motoquero íntegramente de negro —moto, casco, ropa— podría haber salido de una película de James Bond. Un viejo paseaba un perro blanco con una correa interminable. Chispazos del insomnio que se aproximaba. Luz blanca. Edificios soviéticos. Un lugar olvidado por Dios: arquitectura gris, invernal, inmoral. Y sin embargo era verano.


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Entré al hostel con una clave que me había llegado al teléfono. Era un edificio de varios pisos, gris por fuera, oscuro por dentro, preparado para largos inviernos. Me asignaron el cuarto 203: quince camas cuchetas, ni un signo de vida. Estaba solo en todo el edificio, aunque la página de reservas no dejaba de insistir con mensajes como “Apúrate, quedan pocos lugares así en Rovaniemi” y ofertas urgentes. Me pregunté si no habría sido mejor evitar un viaje tan largo solo para llegar a un lugar tan desolado. Era viernes. Y como seguía siendo de día, dejé las cosas y salí.


En el supermercado me atendió un tipo gigante, de barba y tatuajes. No me habló ni me entendió, pero conseguí tabaco. En el bar donde pedí una cerveza, viejos de barba y campera de cuero liquidaban pintas con atados de cigarrillos, igual que las mujeres, grandes y rubias, de un amarillo pálido como el cielo. Salvo por esos bares aún abiertos, el pueblo era fantasmagórico. Caminé hasta el río. Tres finlandeses tomaban cerveza en silencio. Dos jetskis pasaron acelerando por el agua. Con luz diurna y en ese horario, todo adquiría un significado nuevo y casi siniestro. No tenía sueño. No veía la razón de irme a dormir si no anochecía.


De vuelta en el cuarto del hostel, agarré todas las mantas que encontré para protegerme del frío. La luz se filtraba por los bordes de las cortinas. Siniestra luz. Me puse a ver Le Havre de Kaurismäki en la computadora. Debían ser las tres de la mañana. Traté de dormir. Los pliegues de la manta producían un chasquido de velas, destapaban viajes, casas extranjeras, ladridos, gente que había conocido como de ojos eternos. Toda la noche me abrigaron esas finas frazadas prendidas por la luz albina. Los recuerdos me alucinaban, cuentos que no recordaba hacía años, tormentas de visiones, imágenes largamente sepultadas dentro de mí se revolvían, se balanceaban, rebotaban. Era el insomnio. La blancura persistía con los ojos cerrados. Me puse una toalla sobre los párpados, la remera. No hubo caso.


Rovaniemi-Sodankylä

Sé que es de mañana por el sonido de la alarma; la luz, en cambio, es la misma. Ayer —o tal vez fue hoy— la dueña del hostel apareció temprano. Al fondo de la habitación, junto a los lockers de chapa, había preparado una larga mesa de desayuno: un banquete digno de Asterix y Obelix, con fuentes doradas que exhalaban volutas de vapor, bandejas de plata desbordadas de frutas, jarras de vino tinto. Yo me acercaba y levantaba la tapa de una de las fuentes, que estaba llena de huevos duros.


Pero tengo que levantarme. Son las ocho, y a las nueve parte el bus a Sodankylä. Todavía no sé desde dónde.


Bajo. La luz blanca de nuevo. En la esquina, cruzando la calle, es el desayuno. Una sala, por suerte, llena de gente. Me sirvo café y llego a las mesas: mermelada de frutos del bosque, pan y manteca. En la esquina, una pequeña fuente de metal igual a la de mi sueño contiene huevos duros, pero están fríos. Como rápido y pregunto por donde pasa el linja-auto a Sodankylä.


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Son veinte minutos a pie por las calles desiertas de Rovaniemi; cuando llego a la estación, el chofer quiere decirme algo con urgencia. Diez minutos deben transcurrir hasta que nos entendemos; me equivoqué con la fecha del pasaje, pero me deja subir de todas maneras. El idioma es inentendible. No pertenece a ninguna familia lingüística conocida: al igual que el euskera y el húngaro, el finés tampoco se integra en las grandes familias lingüísticas indoeuropeas como la griega o la latina. Su origen permanece aislado y misterioso. Suena como el ruso y está curtido por la soledad del entorno, que da la sensación de ser el último borde de la civilización.


El bus avanza por la claridad del asfalto. A los lados, bosques y lagos. Nada más. Estoy yendo a ver qué imágenes necesitan en el fin del mundo. Tienen que ser esenciales, pienso, y eso me dejará una enseñanza. Viajo hasta el fin del mundo como en una peregrinación, para demostrar mi fe en las historias capaces de sacarnos la soledad.


Sodankylä

En el 99’ vino Cozarinsky, en el 2002, Solanas. Lo dice en el libro del festival. Un tipo vestido de negro, de barba hasta el tórax, me recibe con indiferencia, hasta que digo que vengo de Argentina. Me pregunta si acabo de llegar, literalmente, desde Argentina, hasta este lugar en Sodankylä donde estoy parado frente a él. Me lo pregunta con estupor y con gracia. Nos reímos; llama a su compañera y los dos, sonriendo, me dan una cálida bienvenida, y se disponen a contarme las películas que hay y cuáles recomiendan. Quieren saber por qué vine hasta Sodankylä. Les hablo del video de Kaurismaki. Pregunto dónde se puede ver el sol de medianoche. Sobre tu cabeza, me dicen. Nos reímos.


A las doce del mediodía, entro a ver la primera película, Los asientos del Alcázar. Olaf Müller, un crítico alemán parecido a Slavoj Zizek, hace una introducción contando la disputa cinéfila que había en los 60’ entre Cahiers du Cinema y Positif. Cuando se apagan las luces, escucho un sonido extraño, que se multiplica seguido de risas, murmullos: latas de cerveza destapándose, una atrás de la otra, plaf, plaf plaf, plaf, plaf. Habrá cuarenta personas en la sala, que es un aula escolar adaptada con un proyector en el fondo, y las cuarenta personas destapan una cerveza. Cuando hago el intento de entrar a la siguiente proyección con una cerveza en la mano, me dicen -en finés- que esto no está permitido.


El Festival

No hay alfombras rojas, ni premios, ni jurados, ni fotos contra un panel de auspiciantes. Tampoco hay votaciones ni aplicaciones. Todas las películas del festival se programan a gusto o por invitación. El Lapinsuu es el único cine del pueblo, sobre la calle principal al lado de una farmacia. Dos carpas de circo, Iso Telta (Gran Carpa) y Punainen Telta (Carpa Roja) sirven de salas principales, y a la vez esta última para los espectáculos musicales, aunque siempre hay alguien con una guitarra eléctrica en el patio de la escuela. Las carpas están armadas alrededor de la escuela del pueblo (Koulu), cuyas aulas sirven: para una sala de cine, para una librería y venta de café y Voisilmäpulla (pan dulce), y para “dormir”. En las aulas, uno reserva lugar y pone su bolsa de dormir, que es suficiente para hacerse gusanito y combatir el insomnio durante los días interminables del festival. El alcohol ayuda, poción antigua contra la luz.




La alucinación blanca

Son las tres de la mañana. Salgo de la Iso Telta y veo, por primera vez en dos días, el sol, como un diablo rojo de imponente presencia, sobre el río. El río, siempre espejado, está frío como agua de manantial. Algunos nos tiramos. Hay quienes eligen poner sus carpas en la orilla, o colgar sus hamacas con los pinos. Gente en bicicleta, mujeres. Maiju, es una voluntaria que sueña con ir a Latinoamérica, pero no vuela. Algún día irá por barco, dice. Está estudiando la nieve en otro pueblo más al norte, a setenta kilómetros de Kittilä. En verano camina. Miran adelante como si volaran sentadas. A la mañana se lavan los dientes con ese buche del cielo. Finlandia (Suomi) tiene una regla de libertad, y es que cualquiera puede acampar donde quiera: los bosques y los lagos no le pertenecen a nadie.


Suena un bandoneón en el auto viejo que estacionaron contra el río. Kaurismaki aseguraba que el tango es finlandés. El sol vuelve a subir y desaparece en la blancura del cielo. Las noches son blancas como el centro mismo de una naranja. El río sigue iluminado, reflejando la dimensión plana de las nubes. No hay huskies en verano, pero se huelen. Crece la música, bailan en su idioma. Los árboles dan vida de agua de nieve derretida y son de un verde fluorescente que nunca vi. Camino, vuelvo. Las estaciones de servicio están cerradas, pero es de día. La luz afecta, no adormece. En la mente, no anochece. Si no anochece, no se puede dormir. Si el sol horizontal baja a mostrarse apenas, a las cuatro de la mañana, se balancea y vuelve a su origen, como una calesita de luz de tarde, pero sin la tarde. Se entra a ver una película, se sale de la carpa y se vuelve a la alucinación blanca, a los demonios paganos. El cielo es cóncavo como un barril de bodega. Nadie lo apaga. No hay horario. Las imágenes pasan y se aplastan, en liviandad, levedad casi sagrada, en apertura. No son tan pesadas, vistas con ojos minerales. Que acompañan la visión de los confines árticos. Al salir de la proyección, uno pestañea. Conforta saber que está cerca Cabo Norte. Una idea de horizonte final.


Lo viejo, lo nuevo, lo físico y lo frágil

Vi muchas películas en dos días. Cine viejo y moderno. ¿Por qué casi siempre resalta lo viejo sobre lo nuevo? McCabe y Mrs. Miller, de Robert Altman, me dejó una impresión duradera por su inigualable fisicalidad. Atina Rachel Tsangari introdujo la película contando cómo construyeron el pueblo de la ficción, al norte de Canadá, viviendo durante meses en comunidad hasta que, como quería Altman, nadie sabía si la cámara estaba rodando; grabaron sonido directo con un corbatero en cada uno de los actores para lograr una especie de coro de voces... Todo en esta película atraviesa: la nieve, el frío, las grandes pieles de abrigo, los caballos, las armas, las saunas, los whiskies, las locomotoras, las mujeres, las volutas de humo en el bar del albergue, el incendio, el tiroteo y la persecución minuciosa en la nieve con su excelente sobriedad. Y la música hermosísima de Leonard Cohen, diciendo: te dije, al llegar, que era un extraño… La película funciona emocionalmente por su alto grado de fisicalidad que, a la vez, parecía haberse materializado en la calidad del fílmico, que por momentos se derretía la pantalla generando unos líquenes o explotaba en fundidos a negro donde la película parecía renunciar, finalmente, al enorme esfuerzo que estaba haciendo por transmitir su luz.


La película "McCabe & Mrs. Miller", dirigida por Robert Altman, es un western revisionista de 1971.
La película "McCabe & Mrs. Miller", dirigida por Robert Altman, es un western revisionista de 1971.

La sensación es que el cine de hoy, en cambio, ha llegado a un nivel de estándar estético comparable al de los encuadernados de los libros de Penguin Random House o de los best-sellers que se venden en las tiendas de los aeropuertos. Por eso una película como McCabe y Mrs. Miller, un viejo tomo deshilachado con las páginas amarillentas manchadas de café y las tapas a punto de desprenderse, brilla y se diferencia por su fragilidad. Lo que compone la grandeza de la fisicalidad en el cine quizás sea su efecto inmediato: la fragilidad, que vuelve a su contenido doblemente esencial. La forma no debe matar al contenido. No queremos un cine de envoltorio.


Pero la mayoría de las películas de hoy que cumplen con ese estándar fotográfico parecen habitar ese mismo mundo descartable de los libros de aeropuerto, cuya falta de fragilidad lo hace a uno pensar en la indiferencia de su destino. Si no es lo digital ya el problema, tal vez lo sean los estándares fotográficos considerados necesarios para contar una historia. Entonces suele decirse a la salida de estas películas: la verdad es que la historia, más o menos, ¡pero la fotografía! Ya ni siquiera es la forma lo que mata a la substancia, si no que la forma es estándar, y la substancia tan débil y olvidable que la forma -por más estándar- es lo único que se salva. Un caramelo sin gusto, pero de empaquetado estético.


Es cierto que el mundo del consumismo ha fragmentado nuestro don de contar historias. Ante el creciente advenimiento de una inteligencia artificial más resiliente que la nuestra –que es, a pesar de todo, antifrágil- y que amenaza con superar nuestra experiencia narrativa, quizás solo nos quede nuestra fisicalidad. Podemos ser animales muy estúpidos, pero es innegable nuestra capacidad material; basta ver el Dique del Vajont en Longarone o las piedras de Carnac. La fisicalidad de un relato persiste en el tiempo y, con ello, la fragilidad de su forma y lo elemental de su historia. Y en cuanto al cine, hay infinitos ejemplos, innumerables escenas tales como el armado de la carpa en Dersu Uzala o el barco en Fitzcarraldo. Si una historia está definida por la fisicalidad, por el contacto físico con el mundo necesario para su narración, hay algo en ella que brota, que crece de a poco y que se rehúsa a esconderse, como el sol de medianoche.


Ese sonido

Domingo. Terminó el festival y el pueblo volvió a ser un pueblo fantasma. Al salir del Lapinsuu volví caminando por la calle principal, pero habían desarmado las carpas de comida; me crucé con un voluntario que me preguntó por qué todavía estaba ahí. Le dije que me había confundido y mi bus de vuelta salía el lunes por la tarde, o sea que me quedaba un día más en Sodankylä. Me recomendó un bar, el único abierto: Pilsii Pub.


Ver cómo desarmaban las carpas, de vuelta, me hizo pensar que yo no estaba destinado a ver eso, que estaba en el lugar equivocado, en el tiempo equivocado.


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Cruzando el río, caminé, era casi medianoche, de día. En el bar había un grupo de soldados tomando en una mesa afuera. Adentro del bar, tres finlandeses borrachos y otro acariciando una cerveza con mirada de oso perdido. Pedí una cerveza y pollo frito con papas y me senté afuera bajo el sol de medianoche. Al rato aparecieron dos españoles. Llegaron al bar confundidos y uno de los borrachos les dijo algo que se tomaron mal; los soldados se habían ido, pensé que la cosa escalaba, pero el borracho se fue a fumar. Uno de los españoles (al final se llamaba Nacho) dijo que el idioma le parecía troglodita. Nos sentamos juntos y me acompañaron la comida con una cerveza. Van a Cabo Norte, el punto más alto del planeta Tierra al que se puede llegar por asfalto. Uno (Nacho) va en moto y el otro (¿Eduardo?) va en auto. Son de Alicante, o de Cataluña, y uno vive en Tarragona, algo así. Quise pedir otra cerveza, pero habían cerrado. Uno de los borrachos finlandeses, acodado en la barra, me pedía perdón, diciendo: ojalá hubiera otro bar abierto, pero no lo hay, no lo hay…


De noche, la soledad ataca con la luz. Me despedí de los españoles; nos había confortado la idea de compartir un idioma que no sonara “troglodita”. A la salida del Lapinsuu, me explicaron que es famoso el consumo alcohólico del festival y por eso tuvieron que cambiar algunas reglas. El mismo Aki, me decían, ya no asiste al festival, porque sabe que causa problemas. La nueva regla ahora es que solo se puede tomar alcohol en el triste “patio de comidas”. Pero el acuerdo tácito entre la comunidad lapona es que a nadie le interesa revisar los bolsos ni las mochilas de los que entran a las carpas o al Lapinsuu para ver una película. Al fin y al cabo, es una fiesta. Gracias a la viveza finlandesa -similar a la criolla- surge, en el festival, este momento único cada vez que se apagan las luces de la sala y está por comenzar la proyección. Sean las once de la noche, las nueve o las tres de la mañana, puede escucharse el brillante sonido de cientos de latas de cerveza destapándose al mismo tiempo. Como si se abrieran las puertas de la levedad. Es un sonido que conforta, que inspira, que nos saca del aislamiento y que aleja a los fantasmas de inteligencias más abstemias.

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