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Elogio de las cosas

  • Clara Cattarossi
  • 27 ago
  • 3 Min. de lectura
Entre el minimalismo utilitario y la acumulación sin sentido, surge la necesidad de volver a mirar los objetos: no solo por su función, sino por su capacidad de embellecer y acompañar la vida. Un elogio a las cosas, a su quietud y a su poder ornamental

Desde chica me llamaba la atención la quietud de las cosas. Por mucho tiempo me costó entender que no estuvieran animadas, incluso antes de ver Toy Story por primera vez. Es hasta el día de hoy que me aqueja esta idea, y me inquieta saber que, cuando me voy de mi casa, las cosas siguen estando ahí, inalterables, reposando pasivamente en su propia esencia. Ernst Bloch, en La espalda de las cosas, dice: “Desde siempre ha creado un sentimiento angustioso no poder ver las cosas nada más que cuando las vemos”. Incluso en su inanimación, hay toda una situación detrás de las habitaciones sin gente, o algo así expresa Silvina Ocampo en la primera estrofa de su poema Sinmí : 


Qué hace la casa cuando se queda Sinmí
(amarga promiscuidad de la ausencia)
Qué hace con sus ventanas
con sus habitáculos con sus rumores
con la luz de cada tarde
que cruje en los muebles de anochecer
en el jeroglífico del cielo raso.

Una vez creada la cosa, como lo puede ser una silla, ya sea por la mano del hombre o por una máquina, adquiere una existencia en el mundo, una resistencia al movimiento y al cambio (que son lo mismo). Hay un nuevo obstáculo en el vacío, ya sea para decorar o para cumplir una función.



Hoy las cosas se limitan a cumplir una función; raramente decoran, y aún más raro es que decoren mientras cumplen una función. Hace unos días caminaba por Pinamar Norte, cerca del golf, y noté que la inmensa mayoría de las casas nuevas son bloques de hormigón con vidrio, todas copias entre sí. El interior de la mayoría de las casas nuevas es también blanco, net, ridículamente minimalista. 


Después de años de un sobreconsumo de objetos, de acumulación, ya no queremos saber nada con ellos; al contrario, cuanto menos contaminación visual, más tranquilidad mental. También es cierto que, en la acumulación de “cositas” especiales, cada cosita pierde su carácter especial si lo comparte junto a otras 50 cositas: se uniformizan, se desinvidualizan, se vuelven indiferentes entre sí. Todo esto llevó a una saturación y a una necesaria emancipación de los objetos, pero ¿hemos llegado, acaso, al otro extremo? 


Estamos frente a una «urgente necesidad de lo inútil», como predicaba Nuccio Ordine en La utilidad de lo inútil hace doce años. Ordine escribe:


En el universo del utilitarismo, en efecto, un martillo vale más que una sinfonía, un cuchillo más que una poesía, una llave inglesa más que un cuadro: porque es fácil hacerse cargo de la eficacia de un utensilio mientras que resulta cada vez más difícil entender para qué pueden servir la música, la literatura o el arte.

Sin embargo, en algún momento, así como el martillo, el cuchillo y la llave inglesa supieron ser no únicamente funcionales, sino desinteresada e innecesariamente bellos, también lo fueron los sacacorchos, buzones de correo, postes de luz… Seguramente el declive de lo ornamental y barroco se dio paulatinamente, para abaratar costos y optimizar tiempos de producción. Pero también es cierto que nos hemos despojado emocionalmente de los objetos. Si la existencia ya de por sí es trágica, ¿por qué no embellecerla con pequeños objetos que la vuelvan más transitable en su carácter efímero?



Dice Byung-Chul Han en No-Cosas: “Lo decorativo, lo ornamental, es característico de las cosas. Con ello, la vida se reafirma en que ella es más que funcionamiento”. Así como no encontramos ornamentación en los objetos cotidianos, tampoco la hallamos tan seguido en las obras de arte (portadas de libros, novelas, películas, cuadros…). No vemos sacrificio en ningún tipo de producción, por lo que mucho menos lo veremos en nuestras relaciones, en nuestras tareas o en nuestra carrera profesional. El hombre hizo la historia dejando su huella, su rastro. Hoy, como todo es igual, lo pudo haber hecho cualquier hombre. 


Quizás debamos aprender algo de las cosas, de su aparente pasividad pero que condiciona el entorno en el que nos desenvolvemos. Como escribe Mujica Láinez en Cécil: “La civilización progresa en determinado sentido y retrocede en el otro. De un lado avanza la comodidad, y del opuesto el refinamiento recula y se retrae”. Lo refinado no tiene porqué ser; prescindimos de su cualidad de bello pero, ¡qué brisa fresca siente el alma cuando en un cubo blanco destella el rosa de un lirio!

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