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Entrevista a Sandra Vásquez de la Horra: la artista y médium chilena expone en el MALBA

  • Sol Leguizamón
  • 24 jul
  • 10 Min. de lectura

Actualizado: 25 jul

Su primera exposición individual en Argentina reúne 200 dibujos, esculturas, pinturas y grabados, que exploran temas como el deseo, la muerte, el cuerpo femenino y la conciencia colectiva. Desde su infancia entre médiums hasta su formación con una chamana cubana, hoy expone en museos alrededor de todo el mundo y celebra la calidez con que el público argentino recibió su obra. La muestra puede visitarse hasta el lunes 28 de julio.
Sandra Vásquez de la Horra / Foto: Ryan Molnar
Sandra Vásquez de la Horra / Foto: Ryan Molnar

Desde niña, Sandra Vásquez de la Horra habitó un mundo donde la alquimia no era un concepto esotérico, sino una práctica cotidiana. Nació y creció en Viña del Mar, Chile, en una casa donde se hacían sesiones de espiritismo a escondidas de su padre. “Mi papá estaba totalmente en contra, por eso, cuando él no estaba, se hacían las sesiones. Yo no participaba, pero a veces las presenciaba. Varias personas de mi familia eran médiums. Tengo una tía, Magdalena, que recuerdo que recibía mucho. Eso lo heredé, lo llevo en la sangre”, cuenta a Ventoux desde Berlín.


Recién años más tarde, ya viviendo en Alemania, profundizó esa herencia cuando viajó a Cuba y estudió con la chamana y artista Lidia Ribalta Moré, experiencia que marcó profundamente su búsqueda artística. “Allá el espiritismo está mucho más desarrollado. Más allá de eso, yo siempre fui muy curiosa. Me acuerdo que cuando era chica iba a distintas librerías y me hacía amiga de todos los escritores más viejos, era la única de mi edad”, comenta riéndose.


Obras de Sandra Vásquez de la Horra en el MALBA


De su infancia también recuerda el carácter fuerte y volátil de su mamá, que espantaba a cada persona contratada para ayudar en las tareas domésticas. Por eso, desde muy chica, fue Sandra la que terminó ocupandándose de las tareas de cocina y jardinería. En la cocina se enfrentó cara a cara con la transmutación de la materia, la mezcla de ingredientes y el poder del fuego. En el jardín de su casa empezó su obsesión por la botánica y las fases de la germinación. Sobre todo, a Sandra le fascinaba observar y ser parte de un proceso. “Eran otros tiempos, el tiempo en que uno hacía todo desde cero, casi como un acto heróico”.


Pronto, Sandra empujó esa curiosidad innata más allá de los límites de su legado familiar. A los siete años un viaje familiar a la Isla de Pascua, en Chile, le reveló un mundo nuevo alejado de los mandatos de la Iglesia Católica. Este viaje iniciático, marcó el inicio de una vida atravesada por los viajes, el budismo y la experimentación artística. 


Los volcanes despiertos en el MALBA


Ventoux tuvo la oportunidad de conversar con Sandra Vásquez de la Horra acerca de su exposición en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA). Esta es la primera exposición individual en Argentina de la artista chilena y puede visitarse hasta el 28 de julio. Su obra forma parte de prestigiosas colecciones como las del Museo de Arte Moderno (MoMA) en Nueva York, el Centre Pompidou en París y la del Tate Modern en Londres, además de ser reconocida por su reciente participación en la Bienal de Venecia y por recibir el prestigioso Premio Käthe Kollwitz en 2023.



El trabajo de Sandra se caracteriza por un profundo sincretismo que entrelaza la historia latinoamericana con las tradiciones artísticas europeas. Inspirada por los sueños, los recuerdos y la conciencia colectiva, se define más como inventora que como artista. En sus obras la ganadora del premio Käthe Kollwitz aborda conflictos contemporáneos y pone en diálogo cuestiones de género y sexualidad, reflexiones interculturales y prácticas espirituales. Esto convive con arquetipos de la conciencia colectiva y tabúes sociales que atraviesa toda sociedad. En el centro de su imaginería poética está la existencia humana, con especial énfasis en la figura de la mujer y el cuerpo femenino.


—¿Cómo sentiste la recepción de tu obra en Buenos Aires?


—Estoy fascinada con los argentinos, sobre todo con su curiosidad. Ustedes se enamoran de algo y lo comparten, no tienen miedo de decirlo, son muy extrovertidos. En el fondo, sentí más el calor humano en Argentina que en Chile, es muy emocionante lo que me pasó ahí, la gente se acercaba, me abrazaba, hay mucho entusiasmo y las personas se toman la tarea de ir a ver las exposiciones e informarse. Los chilenos, en cambio, somos más desconfiados e introvertidos. 


—En tu obra hay mucho de sincretismo y de interdisciplinariedad, ¿cómo fue tu búsqueda en este lenguaje artístico?


—Bueno, los viajes tienen algo de iniciático, ¿no? Las cosas que uno observa las ve desde un punto de vista totalmente transparente. Mi primer viaje fue a los siete años a La Isla de Pascua en Chile. Nos subimos a un cráter para ver desde arriba unas islitas donde contaban el mito del Hombre Pájaro y ese fue uno de mis primeros contactos con la mitología, con la fantasía. En ese viaje también conocí a unas brasileñas que estaban de vacaciones, y en el momento recuerdo que me impresionó ver a dos mujeres viajando, empresarias. Era otro mundo distinto al de Chile donde la mujer estaba mucho más sometida e influenciada por la Iglesia Católica. Creo que ese viaje me marcó mucho. Por ejemplo, yo nunca tomé la confirmación en el colegio, me metí en el budismo desde muy chica porque me daba cierta noción de libertad.


—Ese espíritu rebelde te acompañó también durante tu adolescencia, cuando decidiste irte de Santiago de Chile. ¿Cómo fue el proceso hasta tomar esa decisión?


—Me fui de mi casa en la época de la dictadura, del plebiscito, cuando peleábamos todo el tiempo porque yo era más de izquierda y mi familia de derecha. Así que a los 17 años decidí irme a Brasil. Para poder viajar te tenía que firmar un permiso algún tutor masculino, así que tuve que pedirle a mi papá —que ya no vivía con nosotros— que me firmara un permiso. Sentí una conexión automática con Brasil, sobre todo desde la literatura. En el colegio había leído libros de Alejo Carpentier o de Jorge Amado y siempre me habían llamado la atención las historias que contaban de personajes envueltos en religiones africanas y chamanes.


Obras de Sandra Vásquez de la Horra en el MALBA


—Durante 14 años estudiaste arte en Cuba con la chamana Lidia Ribalta Moré, ¿cómo la conociste?


—En una exposición de Jean Hubert Martin –exdirector del Centro Pompidou– llamada Altares y santuarios del mundo, en el Museum Kunst Palast (Alemania, Düsseldorf). Para esa muestra se llevaron unos 68 altares de distintas religiones y de todas partes del mundo como Túnez, Corea, Brasil, México, India, China, Perú. Yo creo que esta exposición fue un antes y un después en la historia del arte porque fue totalmente interdisciplinaria. Martin invitó a muchos chamanes y allí conocí a Mamita (apodo con el que la artista se refiere a Lidia Ribalta Moré). Ella era la chamana de la Habana Vieja y me invitó a Cuba. Así empezó una aventura fascinante que me abrió al mundo de los oráculos, de los símbolos, de los rituales, del misterio y la numerología. Tuvimos una amistad muy fuerte, yo la consideraba parte de mi familia.


—¿Cómo inició tu formación en las artes plásticas?


—Cuando tenía 12 años ingresé en la escuela municipal de Bellas Artes en Valparaíso. De niña era muy hiperactiva y a mis papás les pareció una buena idea que haga una actividad después de clase, así que iba con una amiga después del colegio una vez a la semana. Mi profesora, Virginia Vizcaíno, nos enseñaba grabado de una forma muy experimental y democrática. Siempre nos inculcó descubrir nuevas formas y lenguajes, no quedarnos en lo tradicional. Eso te abre la cabeza, o la “mollera”, como se dice en Chile. Cuando uno se comunica con lo superior, es desde ahí. Desde la mollera también te llegan las ideas, que se va entretejiendo con la información, con la experiencia, y con la memoria del cuerpo. 


—¿Sentís que tus padres te influenciaron de alguna manera en seguir el camino del arte?


—Bueno, mi papá era sastre, como el papá de Marc Chagall. Hay algo de haberlo visto dibujar con grandes reglas y con tizas, ver esas geometrías extrañas… crecer observando esto tiene una gran influencia. Además de niña me la pasaba en la cocina y en el jardín. Mi mamá tenía un carácter muy malo, se peleaba con todo el mundo, con el jardinero, con la cocinera, así que al final me terminaba ocupando yo de hacer esas tareas. En la cocina estaba la alquimia, la mezcla de ingredientes. Aprendí a hacer mi propios lienzos y colores ahí, y también me surgió la idea de usar cera de abeja para cubrir mis lienzos, que es una técnica que uso hasta el día de hoy. Eran otros tiempos, el tiempo en que uno hacía todo desde cero, casi como un acto heroico.


—¿Y en cuanto a tu interés por la espiritualidad y las religiones?


—Desde chica, en mi casa se hacían sesiones de espiritismo. Mi papá estaba totalmente en contra, pero cuando él no estaba, las reuniones seguían igual. Yo no participaba, pero a veces las presenciaba. Varias personas de mi familia eran médiums. Tengo una tía, Magdalena, que recuerdo especialmente porque recibía mucho. Eso lo heredé: lo llevo en la sangre y lo desarrollé después, cuando estudié con Mamita en Cuba, donde el espiritismo está mucho más presente. Más allá de eso, siempre fui muy curiosa. Me acuerdo que de chica iba a librerías y me hacía amiga de todos los escritores más grandes, era la única de mi edad.


—En tu obra hay muchas criaturas míticas, dioses y símbolos. ¿Tenés gurúes o inspiraciones a los que siempre volvés?


—Eso va cambiando constantemente. Yo creo que dentro del ciclo de la vida, uno va cambiando de piel. Rudolf Steiner habla de que todos pasamos por una especie de renacimiento cada siete años. En la religión yoruba también está el dicho de “el muerto parió al santo”. Se refieren a una limpieza de aura tan fuerte que en el fondo es como renacer. Yo particularmente creo en el dharma, que es un concepto central en el budismo y se refiere al orden cósmico. También está ligado a la reencarnación y al destino: hay motivos por los cuales uno nace en cierta familia o tiene ciertas vivencias recurrentes, como en mi caso fue la migración.


—Estudiaste diseño antes de dedicarte de lleno al arte plástico, ¿cómo fue ese recorrido?


—Sí, estudié diseño en la Universidad de Viña del Mar por obligación de mis padres, pero creo que si no lo hubiera hecho, no habría llegado a ser la artista que soy. Me dio herramientas para leer y comprender mi imaginario desde otros lugares. En el fondo, la carrera de diseño era mucho más compleja que la de arte. Fue en esa época cuando conocí las ideas de Jung gracias a un profesor de dibujo que había estudiado con Lola Hoffmann, psiquiatra y figura clave de la contracultura chilena. Me obsesioné con Jung y empecé a anotar mis sueños y visiones. Lo que más me interesa de su trabajo son los puentes que tiende entre distintas culturas. También me ayudó a comprender las cosmogonías, esas teorías sobre el origen del universo. Por ejemplo, recuerdo que en la facultad hice varios diseños inspirados en las cosmogonías de los pueblos originarios de Norteamérica, como los navajos y los hopi. Ese trabajo marcó profundamente mi identidad.


—En tu obra también está muy presente el tema de los vínculos de pareja…


—Sí, siempre fue un motivo de exploración, tanto de las parejas heterosexuales como homosexuales. Desde muy niña siempre tuve contacto con la comunidad queer, es una parte muy importante de mi vida. En cuanto al vínculo de pareja, me interesa pensar en la confianza que uno deposita en esta relación, y lo violento que puede llegar a ser. Vivir con alguien, dormir en una misma cama es algo tremendo, muy fuerte. Ahora las relaciones son mucho más rápidas, las personas cumplen el karma con esa persona y la relación se termina, no está la necesidad de quedarse pegado para siempre. Eso es algo bueno, estamos mucho más cerca de la realidad en los vínculos de pareja, de maternidad y de familia.


Muestra de Sandra Vasquez de la Horra, "Los Volcanes Despiertos" / Foto: Santiago Ortí
Muestra de Sandra Vasquez de la Horra, "Los Volcanes Despiertos" / Foto: Santiago Ortí

—¿Cómo impactó la maternidad en tu trabajo?


—Transformó enormemente mi trabajo. Yo creo que después de dar a luz una ya no es la misma persona. No sólo físicamente, sino que los niveles de conciencia cambian. Estás en sintonía con otras vibraciones y frecuencias. Cuando era adolescente asociaba la maternidad con una obligación, y después entendí que era parte de mi destino. El nacimiento de mi hija Clara fue como un motor, me dio fuerza para seguir adelante y para defender mi misión en la vida. 


—¿Cómo es tu proceso creativo actualmente?


—El proceso creativo es un espacio entre el cielo y la tierra, un lugar donde las ideas llegan como si uno tuviera una antena. Hay cosas que quieren decirte algo, comunicarte, que quieren venir a este mundo. Así que lo primero que hago es una limpieza de aura para estar en un nivel vibracional alto y recibir esos mensajes, porque en el fondo los artistas somos pensadores. Para eso me hago unos baños que pueden ser con albahaca morada, canela, con miel, flores blancas. Los mejores son los crisantemos. 


—¿Hay entornos o materiales que te facilitan más la ampliación de conciencia y sensibilidad?


—Bueno, yo hago todo de forma analógica. Cuando estudiaba sí volcaba algunas ideas en digital pero tuve que volver al dibujo, a lo básico porque no me hacía bien físicamente. No quería depender de una máquina para poder trabajar. Y fundamentalmente lo que me hace muy bien es caminar. Siempre que camino las ideas aparecen y empiezan a decantar. También tengo que tener tiempo para mí, tiempo libre. Es un proceso gradual, distinto por ejemplo a la técnica que usaba Miguel Ángel, que a partir de bloques enteros de piedra iba tallando hasta encontrar una imagen. Para mí el mensaje o la idea viene de forma muy precisa y con esa información empiezo a trabajar.


—¿En qué estás trabajando ahora?


—Tengo dos exposiciones programadas para fin de año. Una es en octubre, en Los Ángeles, para el Institute of Contemporary Art; y la otra se inaugura en noviembre y es en Munich, en la Haus der Kunst. Este último es un museo gigantesco, son como 2300 metros cuadrados, así que vamos a aprovechar el espacio para hacer una gran retrospectiva con unas 400 obras. Igualmente ya había hecho una pequeña retrospectiva cuando gané el premio Käthe Kollwitz que es un premio muy prestigioso en Alemania, más teniendo en cuenta que es difícil ganar el reconocimiento de los alemanes. Poder hacer una retrospectiva más extensa es como un regalo porque vivo aquí hace casi 30 años, y en el fondo no ha sido nada fácil. 

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