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La migración de un recuerdo 

  • Emiliano Perez
  • 19 sept
  • 4 Min. de lectura
Julio Argentino Jerez compuso Añoranza como un grito contra el olvido: la migración lo despoja, pero el ritmo devuelve pertenencia. Como Ovidio en el destierro, el músico convierte el desarraigo en canto y atrapa en la música lo que la memoria se niega a perder

El ritmo es una forma de escapar del olvido. Julio Argentino Jerez compuso Añoranza, una zamba santiagueña que expresa el dolor por la migración forzada, pero también un profundo sentido de pertenencia a la tierra a través del paisaje. 


La migración es un silencio. Un corte seco, un gesto irremediable de la partida. Se desdibuja la identidad. Uno se vuelve sombra en su tierra natal. Se desdoblan el cuerpo y la memoria al mismo tiempo. La migración es cuando la patria, la infancia y las raíces comienzan a desvanecerse. La patria del poeta es la infancia, dice Rilke. Pienso en Ovidio, desterrado por Augusto. Ovidio no solo fue exiliado de Roma, sino de su propia lengua, del sonido que daba forma a sus pensamientos. El poeta, cuando partió hacia Tomis, perdió el eco de su voz, su sentido. Ovidio escribe desde el borde del mundo conocido, aferrándose a una Roma que le es cada vez más extraña. Ovidio y Julio Argentino Jerez escriben para escapar del olvido. El músico, como el poeta, se aferra a las palabras y al ritmo como último refugio. La chacarera es una lucha por mantenerse vivo a través de la memoria. 


Montaigne dice que olvidar es el único remedio para los males del alma, pero me pregunto si realmente es posible olvidar. Ovidio no olvidó Roma. Julio Argentino Jerez no olvidó su tierra. “No acordarme no es olvido sino una negación de la memoria”, dice Sor Juana Inés de la Cruz en un poema bellísimo. La música es una forma de escapar del olvido, un reencuentro conocido, cuando uno es arrancado de su entorno. 


Cuando yo era chico, vivía en la casa de mi abuelo. Todas las mañanas eran iguales. Mi abuelo, sentado en la mesa del comedor, al lado de su grabador negro, escuchaba la orquesta de Juan D'Arienzo. Cerraba los ojos y movía los dedos sobre la mesa como si estuviera tocando un piano. El tamborileo de sus dedos respondía a las notas que salían del grabador. Cada nota era una palabra, un recuerdo recuperado. 


El ritmo es una visión del mundo, es imagen y sentido. Arnaldo Calveyra escribió Maizal del gregoriano, un poemario que atraviesa como el viento un campo enardecido que se funde con el paisaje. En una entrevista que le hizo la poeta María Malusardi le preguntó cómo se relaciona el maizal de nuestros campos con el canto gregoriano y él le respondió: “Yo sentí patente que el gregoriano sonaba como el viento en un maizal en el campo de Entre Ríos, en Mansilla, donde nací. Era ruido, y música evidentemente, pero también el ruido del maizal al viento. Hacé esa experiencia. Si hay viento, fíjate o simplemente escuchá gregoriano en un disco y fíjate si encontrás ese sonido del maizal. Yo lo encontré.” Pareciera que el paisaje es aquello que llega y se hace palabra y, después, ritmo. Alzar la voz es un intento de escapar de aquello que nos asfixia. La música es una forma de echar raíces en aquello que añoramos. Se emerge lo oculto; es un eco que perdura incluso cuando los recuerdos comienzan a borrarse. El ritmo transporta al cuerpo más allá de la memoria. 


Cuando necesito estar cerca de mi abuelo escucho a Juan D'Arienzo y aparece caminando por el patio de la calle de mi infancia defendiendo a los jazmines de las hormigas. Cuando escuchamos los ritmos de nuestra tierra, se desvanece el olvido. Me pregunto si el olvido es un destino inevitable o una elección inconsciente. Pienso en las veces que he dejado que las cosas se pierdan, como quien suelta una hoja, y en las veces que me he aferrado a ellas con la desesperación de quien teme desaparecer. La música, creo, está ahí para recordarnos que no todo se pierde, que hay fragmentos que sobreviven en el cuerpo cuando la palabra ya no puede. 


El olvido no es una pérdida absoluta, sino un espacio donde algo nuevo puede florecer. La chacarera, en su esencia, nace del desarraigo, del cruce de culturas, del dolor transformado en arte. Una pausa, una contemplación, un lamento que se convierte en consuelo y se niega a desaparecer. 


Julio Argentino Jerez tenía un rostro blanco, ojos rasgados, casi achinados. Siempre andaba con un aire de tristeza y con una sonrisa melancólica. Jerez vivió en la bohemia de Buenos Aires cuando tenía 25 años. Habitaba una inmensa casona, de por lo menos diez habitaciones, en el barrio de Boedo. Lo curioso es que, en cada habitación, había una jaula con pájaros de diferentes regiones. Jerez aprisionaba los sonidos de la tierra. 


Me gustaría, como Jerez, aprisionar los sonidos de mi tierra para no quedar desamparado en mi propia lengua. 


Cada vez que vuelvo a escuchar Añoranza, siento la tierra en la canción, atravieso la rugosidad del recuerdo que permanece como un río que siempre fluye entre los escombros de los días. 


Hay que hacer silencio para escuchar el temblor de los labios, cuando uno dice “tierra”, y solo allí la claridad del aire roza las alas de un pájaro, y nos reencontramos con la memoria, con el recuerdo, con el paisaje, con esta tierra, con otra tierra. 

 

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