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Sherwood Anderson

  • Matías Yeatts
  • 29 sept
  • 7 Min. de lectura
En este segundo artículo de Facciones, retratamos a Sherwood Anderson: el empresario de Ohio que un día abandonó su oficina y nunca regresó. De esa huida nació el escritor de Winesburg, Ohio (1919), un libro que transformó la narrativa estadounidense e inspiró a Faulkner y Hemingway

Hay un pequeño pueblo perdido al norte del estado de Ohio llamado Elyria. El nombre puede no significarles nada y está bien que así lo sea. De ahí no ha nacido ningún héroe, ni se han desatado grandes batallas en sus fronteras, ni se dan allí accidentes geográficos inusuales que puedan atraer a turistas. Tampoco corren grandes ríos, sino tímidos arroyos; las personas son fácilmente olvidables —como lo son las figuras en las pinturas impresionistas pastoriles— y tienen sueños modestos.


Pero esta circunstancia no los exime de contar con una épica local compuesta de sucesos que despiertan rumores y murmullos. Si saben lo que es la vida de pueblo, entonces estarán familiarizados con el refrán: pueblo chico, infierno grande. Son estos pequeños dramas cotidianos los que atraen a los periodistas locales y a sus dueños, ávidos buscadores de basura vendible.


Sherwood Anderson (1876–1941), escritor estadounidense y autor de Winesburg, Ohio.
Sherwood Anderson (1876–1941), escritor estadounidense y autor de Winesburg, Ohio.

Una familia puede ser contenido suficiente para una novela; los pueblos abundan de ellas y cada una tiene una historia que contar. Faulkner puso a trabajar esa máquina narrativa en sus novelas. Rulfo también. Sherwood Anderson lo haría con Winesburg, Ohio (1919), precursora en ese empeño.


Todo escritor tiene "una mitología personal sobre el momento en que se convirtió en escritor". Para Anderson toda historia narra una huida, un rito de pasaje o, por qué no, un salto de fe. Una vida puede reducirse a dos o tres escenas, y sobre ello puede sostenerse la pericia del biógrafo, la cual pone a trabajar con incierta eficacia algunos hechos puntuales para componer el carácter central del biografiado. Temo que esta sea la historia de un hombre que fue a la vez muchos hombres —por no decir todos—; temo que esta sea la biografía de un arquetipo, y se me escape la carne, el hueso y la sangre.


Calle de la desolación

En Elyria, los Anderson pasan por un matrimonio próspero y feliz (lamento que la frase ya invoque el desastre). La pareja, recientemente casada, se ha instalado en el pueblo hace ya algunos años. Antes vivieron en Cleveland y tuvieron dos hijos. Presos de esa idea tan difundida como ridícula de que la ciudad no es lugar para criar, los sedujo la vida tranquila de pueblo. Ella, Cornelia Pratt Lane, es hija de un empresario acaudalado, mientras que Sherwood Anderson es hijo de padres proletarios. Es un joven advenedizo, un empresario despierto para los negocios.


Al llegar al pueblo, Sherwood, fiel a la estirpe que después rechazaría, cumple con el deber del emprendedor: alquila un almacén cerca del ferrocarril donde comercializa una pintura preservativa llamada “Roof-Fix”; con el tiempo el emprendimiento prospera y crece como un hongo, alimentándose de la compra de otros negocios hasta convertirse en una fábrica. El joven empresario deja escapar una risa irónica cuando ve su oficina y a los centenares de empleados que, piensa, podrían estar en su posición. La oficina tiene una puerta que sale a la calle donde se fugan sus sueños.


Sherwood Anderson (1876–1941) abandonó su fábrica en Ohio para convertirse en escritor y dar vida a algunos de los personajes más memorables de la literatura norteamericana.
Sherwood Anderson (1876–1941) abandonó su fábrica en Ohio para convertirse en escritor y dar vida a algunos de los personajes más memorables de la literatura norteamericana.

Una tarde, mientras redacta a su secretaria una carta promocional de sus productos para un cliente, lo invade un pensamiento. Ve la puerta que sale hacia afuera. Cinco, seis, siete pasos y después las vías del tren. Más allá, el pueblo y un poco más, el horizonte… La idea es súbita y se traduce en una risa. Es infantil. Ridícula. Pero quizás son las mejores ideas, las que a primera vista parecen ridículas e infantiles.


Sale de su oficina sin dar explicaciones. La secretaria interrumpe una carta que quedará para siempre estancada en la máquina de escribir. Camina por horas. Arrastra sus pies sintiendo el peso de las obligaciones que cada vez quedan más lejos. Los últimos fulgores de la tarde ensayan una pintura final, hasta que el cielo se funde a negro. Está cansado, pero no piensa en dormir. Quizás divisa un rancho cerca del camino, entre el campo de maíz. Se acerca tímidamente. Un campesino sale del rancho a su encuentro. Intercambian un diálogo entrecortado, un contrapunteo de circunstancias; increparlo con preguntas sería casi un insulto, piensa el campesino. En la tierra de la libertad, cada hombre camina por la calle de la desolación y es dueño de una verdad que no revela a cualquiera. El campesino ve la desesperación en los ojos del empresario y se apiada; le muestra un establo venido a menos a unos metros del rancho y le ofrece quedarse. Improvisa una cama hecha de paja donde podría pasar la noche. Se despiden sabiendo que no volverán a verse.


Cuando está solo, mira el campo, las luces esparcidas como luciérnagas de los pueblos distantes. Probablemente busca respuestas en el cielo; probablemente empiece a pensar en su padre y en su infancia, cuando eran pobres y pintaban signos publicitarios al costado de la ruta. Puede que no piense en lo que dejó atrás. A medida que su cuerpo empieza a hundirse en la paja, las imágenes del sueño sustituyen a las del día.


Lo que el gerente soñó es algo así: ante sus ojos aparecen muchas figuras, como una procesión. Las figuras son grotescas; tienen rasgos exagerados. Algunos son deformes, otros exhiben una cojera tan pronunciada que no pueden emprender un camino recto, algunos tienen una joroba o cicatrices tatuadas en sus caras. Las mujeres visten de un blanco angelical y entonan cantos.


Al ver las figuras del sueño, lo colma un enojo parecido al rencor y despierta. Atraviesa los campos de maíz buscando el camino que dejó la noche pretérita. No saluda al campesino que lo ve partir desde la ventana.


Una vez más, el camino le ofrece una promesa: una hoja donde escribir las historias de las figuras que desfilaron en el sueño y de todas las que dejó en el pueblo (de alguna manera, ambas se parecen; quizás las siluetas del sueño exhiben grotescamente las verdades de la gente de pueblo). La calle empieza a adornarse de puestos y estaciones de servicio. Los hombres y las mujeres, vestidos para la vida de campo, pueblan las veredas. El joven emprendedor se dirige sin saberlo a la ciudad de Cleveland. Todavía estamos en Ohio. Junto a un almacén taciturno, un puestero lo ve llegar y lo ataja antes de que se desplome ante sus pies. Lo lleva a una enfermería. El caminante no puede explicar qué pasó ni quién es. No habla, o apenas balbucea unas palabras, una declaración: “Estuve caminando por el río, tengo los pies mojados… Mis pies están pesados y fríos, por caminar por el agua, ahora voy a caminar por tierra firme”.


En sus bolsillos encuentran una tarjeta de negocios y cierta documentación. Descubren que su nombre es Sherwood Anderson, que está casado con una mujer, Cornelia Pratt Lane, con quien tiene dos hijas, que es dueño de una fábrica de pinturas que lleva su nombre: Anderson Paint Manufacturing Company.


Este suceso, digno de un film de Wim Wenders, resume el atractivo salto que hace de Sherwood Anderson un escritor.


Anderson, cada vez que se refiere a este episodio —ya sea en sus diarios, en sus cartas o en su autobiografía— se encuentra rodeado de metáforas bélicas: I disappeared suddenly and completely.… It was as though a bomb had exploded inside me. I had been going on for years on a certain road and now the bridge was down, the house in ruins, the people I knew scattered. I had simply walked out of my own life. La metáfora de la vida como una ruta con sus salidas es típicamente estadounidense; su literatura está atravesada por las venas de asfalto que recorren sus geografías.


Volviendo en otro momento sobre el episodio, dice: One afternoon, without saying anything to anyone, I left my office and went for a walk. A strange sharp clearness had come over me. I seemed to be standing outside of myself, watching myself in the world. It was as though I had been a soldier in an army and one day had thrown down my rifle and run. De la ruta a la trinchera, Anderson vuelve a arremeter contra las exigencias de una rutina militar, donde tirar el arma y correr sería convertirse en desertor, en outlaw, estableciendo las condiciones de su propia vida. O para seguir con la metáfora de carretera: pegar un volantazo que cambiaría el curso de su vida.



Publicado en 1919, Winesburg, Ohio retrata la vida íntima y grotesca de un pueblo estadounidense. Un clásico que abrió camino a autores como Hemingway y Faulkner.


De esta huida, junto con sus primeras dos novelas, Windy McPherson´s Son (1916) y Marching Man (1917) nace Winesburg, Ohio (1919), uno de los libros más altos de la cuentística norteamericana; entre los grandes nombres de la autodenominada "generación perdida" —Hemingway, Scott Fitzgerald, Dos Passos—, Anderson cultivó un patriotismo local. No narró el sueño de una generación, ni enalteció a sus héroes ni sus causas, sino que imaginó un pueblo, en el estado de Ohio, y lo pobló de personajes con parcelas de su memoria. Así cobró vida George Willard, el joven periodista del pueblo que trabajaba en las oficinas de redacción del Winesburg Eagle, y su padre, Tom Willard, un hombre frío, distante, de convicciones políticas democráticas "cuando ser demócrata en Winesburg era un crimen", y la madre, Elizabeth Willard, con quien llevaban la administración de un hotel que por el crujir de los pisos daba a conocer su aspecto avejentado.


Para complementar con algunas insuficiencias biográficas lo dicho hasta ahora… Sherwood Anderson nació en 1876 en Camden, Ohio, una ciudad agrícola de algunos centenares de habitantes. Feliz circunstancia, su infancia se nutrió de la aparente sencillez de la gente de campo que luego entrarían en su obra como caricaturas desvaídas y entrañables. Su padre, Irwin McLain Anderson, había servido en las tropas de la Unión durante la guerra de Secesión; tenía ocupaciones diversas, hoy desaparecidas: pintaba los letreros y los signos que cercan las rutas de indicaciones. Su nombre está emparejado a dos motes: “The Major” y “The Story Teller”; Sherwood Anderson no pudo heredar el primero de los apodos (se voluntarió tarde para la guerra hispánico-estadounidense de fines de siglo solo para desembarcar en Cuba y enfrentarse con oponentes menos temibles que los molinos de viento); pero sí pudo preciarse del segundo, sobre todo a partir de Winesburg, Ohio donde “el hombre común encontró [no solo] anécdota y expresión”, sino una entonación, cierto canto que sería plasmado tres años más tarde en Mid American Chants (1923).


Al comienzo de un viaje a Sudamérica en 1941 lo encontró la muerte. Un intrépido escarbadiente escondido en un pedazo de comida perforó su intestino. Lo retiraron del barco en Colón, moribundo, como a cualquier hombre común que la vida decide sorprender con un accidente absurdo, y así terminó, en medio del bullicio y los brindis, sin grandes gestos heroicos, tan solo víctima de la casualidad más trivial.

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