Treinta y cinco horas para aprender el tiempo del cine
- Candelaria Penido

- 14 nov
- 5 Min. de lectura
Un viaje por las primeras horas del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, entre salas oscuras, comidas tardías y un tiempo que se expande

El rumor del viento se cuela por la ventanilla semiabierta del auto, a 130 km por hora. Salimos tarde de Buenos Aires y todavía nos quedan varios kilómetros hasta esta ciudad costera. Tenemos que llegar antes de las cinco de la tarde, cuando empieza la primera de las dieciséis películas que vinimos a ver en este viaje de amigos, de cine. Es la edición número 40 del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata—único de Categoría A en Latinoamérica—, y como ritual de grupo, estamos aquí una vez más.
La rutina es conocida: se miran películas, se charla sobre ellas, se ríe, se camina entre teatros, y se come lo que la costa mejor ofrece: medialunas, churros con dulce de leche o pastelera, alguna ración de rabas y —si el cronograma lo permite— un arroz con mariscos. Llegamos con los minutos justos a dejar los bolsos y caminar las 13 cuadras que nos separan del Teatro Colón. El murmullo acompaña nuestra entrada. Vamos cargados con gomitas, mate, papas fritas, chocolates. No hubo recreo para almorzar, aquí los films son los que mandan.
El clima dentro es amigable, de comunidad. Un señor le pregunta a cada nueva persona que se sienta cerca:
—¿Vio La Casa? La de Peretti. Alucinante.
Habla casi solo, a su alrededor le responden con gestos amables, que lo dejan continuar su propio monólogo. Hasta que llega una mujer.
—¿Vio La Casa? La de Peretti. Alu…
—Sí, soy una de sus productoras— el hombre pierde el guión mientras ella continua—. Es la primera vez que participo en un proyecto así. Me invitó una amiga. No me arrepiento. Siempre vengo al festival, pero estar de este lado... no puedo explicarle cómo es.
El hombre queda desamparado. La mira. Le sonríe, como hace un rato le sonreían a él.
Armamos el mate y abrimos los paquetes para evitar el ruido molesto antes de que empiece la proyección.
—¿Cómo se llama esta? —pregunto. No me gusta saber qué venimos a ver: siempre llego vacía y disfruto esperar a descubrir con qué me llena el largometraje. Nada de prejuicios ni nombres importantes. Solo el título y el país que la produjo.
—Oca. Es una producción mexicana —responde Iván, el responsable de que estemos aquí, año a año, con una programación de lujo.
—Chicos —nos llaman desde atrás, y nuestras cinco cabecitas se giran—. ¿Van a venir varios días al festival?
—Sí.
—Los invito a mi obra. Mañana se estrena. Tardé diez años en hacerla. Soy guionista y asistente de dirección en otros proyectos.
Marlene nos ofrece un currículum mínimo, lo justo para que queramos ver Tres tiempos. Charlamos un rato, resulta encantadora. Pero me pasa lo mismo que al hombre de antes: le sonrío con algo de pesar y asiento, sabiendo que su cinta no está en nuestro itinerario.
La luz baja en la sala y la brisa que nos acompañaba en la ruta ingresa en la pantalla. “¿No cree, padre, que este viento que nos empuja para un lado o para el otro es Dios cambiando de parecer sobre nuestro destino?” se pregunta la protagonista. Historia de monjas, peregrinación y soledad. La religión se filtra entre las películas que marcan estas primeras 24 horas de nuestro cronograma: santos en pos de bendición, un niño palestino cruzando territorio israelí, una iglesia que resiste la desolación comunista. No sé si es casualidad o tendencia, pero algo de la fe –convertida hoy en estética pop– parece estar de moda.
El cine tiene su propio reloj, y nosotros, por unos días, aprendemos a usarlo. Al terminar el film toca recargar el agua del mate y comprar una docena de churros. Llegar a la segunda sede del día, el Teatro Auditorium, es descubrir que el cielo mutó de un celeste grisáceo a rosado. El mar, siempre de fondo, funciona como pantalla auxiliar. Lo coronan dos arcoíris, completos, uno sobre otro. Íbamos tarde pero “esto también es cine”, afirma Nacho.
Recién ingresamos cuando el espectáculo comienza a desvanecerse. El mar adquiere una tonalidad triste sin su corona luminosa, anticipando The Sea, donde un niño, por más que lo intenta, no logra sumergirse en sus aguas saladas. Conmovedora. Lágrimas serenas que recién se disuelven con el primer sorbo de Malbec.
De vuelta en el departamento se abre un vino como ceremonia de conversación. Impresiones, reflexiones; el ritual de volver a ser personas antes de otro largometraje. Se termina la botella y volvemos a salir. Mar del Plata nos abraza con su noche fría. Nos espera el Paseo Aldrey para Lucky Lu de Lloyd Lee Choi. Una propuesta sensible, con ecos del neorrealismo: un hombre corre contra el tiempo para sostener un hogar que amenaza con desmoronarse. Me desarma su ternura silenciosa. Es mi preferida hasta el momento. Antes de su comienzo, uno de los directores del festival, Gabriel Lerman, recordó el lema de este año: “el renacer del esplendor.” Habló de volver a encender una llama. En la fila, una mujer me dijo que viene todos los años, aunque ya no vea bien. Tal vez eso sea encender algo.

Embarullados, con el hambre como protagonista, salimos en busca de algo abierto —es la una de la mañana de un martes cualquiera y el festival distorsiona toda lógica. No hay mal que por bien no venga: nos confundimos al doblar y descubrimos Club de Foodies, una casona con gente en la puerta.
—¿Está abierta la cocina? —preguntamos.
—¿Cuántos son?
—Cinco.
El hombre que nos atendió la puerta la cierra. Esperamos. Tarda demasiado.
—Puede ser solo pizza o empanadas.
Entre quesos derretidos, cervezas y un bodegón que nos recibe como en casa, se va la noche.
La mañana siguiente empieza con medialunas marplatenses inexplicablemente ricas, café y Franz, una versión onírica de los últimos años de Kafka, donde el escritor atraviesa una realidad que se deshace como sus propios relatos.
Cada proyección es un espejo distinto. Este segundo día nos recibe con una seguidilla contundente: pueblos desplazados, mentes quebradas, pequeñas vidas que buscan un hogar: Flood, Vache Folle, Muña Muña. Todas parecen insistir en la misma pregunta: ¿dónde pertenece cada uno? “Es la historia de una mujer que quiere conocer el mar, y aquí estamos en Mar del Plata”, confió emocionada Liliana Juárez, protagonista de Muña Muña, entre porciones de rabas y dos Quilmes de litro.
La velada la cierra No preguntes, una producción argentina que a nosotros no nos convence, aunque la crítica la acompañe. Entre jugar a ser críticos y leer sus comentarios en Letterbox picamos quesitos, abrimos otro vino y dejamos el mate armado para la mañana que nos espera.
El festival sigue. Treinta y cinco horas alcanzan para intuir el pulso de una fiesta que reúne 180 películas y 37 países en una ciudad que cambia de ritmo por unos días. Mar del Plata marca el compás: uno mira, escucha, corre, vuelve a mirar.
Quizás por eso regresamos: porque acá el tiempo se desordena, se expande, se vuelve otra cosa.
Y todavía queda mucho por ver.




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